Entrevista con un hombre muerto
El raro caso de un hombre con síndrome Cotard (o de cuando hacemos fantasmas de nuestro sí mismo)
El miedo devora el alma
Estar muerto en vida es la más radical
expresión de la depresión humana. Movernos indolentemente en lóbregos
espacios crepusculares de incontables gamas de grises cuya riqueza
matizada nos es insignificante e indiferente –no ya el dolor abismal que
inyecta un vibrante veneno en el corazón, sino la anestesia y la
analgesia lánguida e interminable, cotidianamente extendida para abrazar
al mundo con sus guantes de seda somnífera. Y es que el sufrimiento y
el dolor encarnizado no son los síntomas de la depresión más profunda y
paralizante –son las señas de una herida abierta en movimiento,
posiblemente en proceso de sanación, especialmente en el encaramiento.
Tan sólo sentir –aunque dolor y sufrimiento– es en muchos casos una
buena señal, un grito de vida, una estado de agudeza y quizás de coraje.
Aquellas depresiones que se caracterizan por la ausencia de sensación
–y no deseo de lo ausente– son más preocupantes ya que hablan de una
pulsión de muerte (un conjuro psíquico que envuelve como una capa todas
las terminaciones nerviosas).
La muerte avanza por el organismo en la
forma de una voz sinuosa que nos repetimos, un rito que el miedo utiliza
como medio de comunicación interna: “Estoy muerto”, nos decimos o
“Quiero morirme”. La neuroprogramación entra en la sombra, en los
espacios dubitativos de la sinapsis y se erige en default. La
neurodegeneración de la depresión más álgida es una posesión de la
muerte que apaga “la caja de luces” y tejidos (terminales de pulpo o
niño excitado) que se vuelcan al mundo, hacia afuera, hacia la luz para
sentir y compartir. Es a la vez un mecanismo de defensa -ejecución del
trauma– para evitar enfrentar la sombra del miedo al amor. De manera
misteriosa y con sorprendente poder psíquico
que actúa en su entorno –como si fuera su propio pequeño y aciágo dios
de la fortuna– el ser humano llega a sabotear toda posibilidad de sentir
(amor) para evitarse la posibilidad de perder o ser rechazado por lo
que quiere. Somos nuestro único y más cruel verdugo. El miedo es la
enfermedad degenerativa por excelencia, la inacción –parafraseando a
William Blake– engendra pestilencia.
De la metáfora zombie al caso clínico del hombre que vive muerto
Este sentimiento de estar muerto en vida
que generalmente usamos como una metáfora de la depresión profunda o de
la desdicha más corrosiva, en ocasiones puede cruzar la frontera de lo
real y experimentarse como una condición psicofísica. De manera extrañas
podemos recordar lo que decía Charles Manson: “la muerte es
psicosomática”. Generalmente consideramos que nuestro sí mismo está dado
por nuestro cerebro, el socorrido aspecto material de la conciencia,
que integra y unifica todas nuestras percepciones. Pero para algunas
personas, que padecen del síndrome Cotard, es posible rondar por la
penumbra de la vida con la certidumbre de que han muerto y de que su
cerebro ha desaparecido.
La revista New Scientist publica
una nueva serie de entrevistas y perfiles de personas que padecen las
condiciones neurológicas más extrañas del mundo. Entre ellas “Graham”,
un hombre que un día despertó convencido de que estaba muerto. Esta
oscura e irremovible realización es producto del síndrome Cotard (o
delirio de negación), que se caracteriza por la firme creencia entre
los que lo padecen de que ellos o alguna parte de su cuerpo ya no
existen. Un nihilismo hipocondríaco que se opone al síndrome del miembro fantasma –en
el que se tiene la sensación de que un miembro amputado (o incluso una
persona extrañada) está todavía conectada al cuerpo. Aquí uno hace
fantasma su propio cuerpo, negando incluso la conexión más inmediata:
aquella con lo que nos hace integrar el mundo. Ser sólo una colección
macilenta de hueso y trapo.
Sufriendo de una severa depresión,
Graham intentó cometer suicidio llevando un electrodoméstico a la tina.
Ocho meses después le dijo a su doctor que su cerebro estaba muerto. En
la más profunda oquedad del neurofantasma: “Sentía que mi cerebro ya no
existía y le decía a los doctores que las pastillas no iban a servirme
porque no tenía cerebro. Me lo había quemado en la tina”.
Algunos
pacientes con este raro síndrome mueren de inanición, creyendo que ya
no necesitan comer. Otros han intentado deshacerse de su cuerpo
utilizando ácido –una especie de resabio cerebral usado para liberarse
de la fijación de que son “muertos vivientes”.
“Perdí el sentido del gusto y del
olfato. No necesitaba comer, ni hablar, ni hacer nada. Acabe pasando
todo el tiempo que podía cerca del cementerio porque eso era lo más que
podía acercarme a la muerte”, dice Graham, quien era alimentado
forzosamente por su familia.
Aunque el caso de Graham puede parecer
solamente el delirio hipocondríaco de una profunda depresión llevada
hasta última consecuencia –su creencia en la muerte de su cerebro era
algo que se somatizaba incluso en los resultados de tomografías (PET
scans). Su actividad metabólica a lo largo del lóbulo frontal y el
cerebro parietal eran tan discreta que podía confundirse con la de una
persona en estado vegetal. Estas regiones son fundamentales en la teoría
de la mente, centros, si los hay, de la conciencia. Según el Dr.
Laureys, Graham es la única persona que ha visto en toda su carrera con
una actividad cerebral tan baja y aún así de pie e interactuando con las
personas –como un zombie que se crea zombie porque se cree. “La función
cerebral de Graham se asemeja a la de alguien dormido o bajo
anestesia”, dice Laureys.
Después de 8 años, una gran cantidad de
terapia y fármacos, Graham se encuentra mejor y ha logrado “resucitar”
de la muerte viva. “Ya no siento esa muerte-del-cerebro. Las cosas son
sólo un poco raras a veces”. Los médicos creen que el estado inerte en
el que deambulaba Graham pudo deberse a los antidepresivos que tomaba;
los cuales aumentaron la profunda depresión que ya tenía hasta el punto
de colocarlo en una zona liminal –y es que evitar y huir del dolor suele
llevar a la insensibilidad (la estrategia de defensa, el catenaccio,
en su gulag cierra y bloquea todo flujo sin miramientos) lo cual se
revela como antípoda de la vida, bajo la máxima de que la existencia,
sin mayor metafísica, sólo tiene sentido si podemos sentir. La filosofía
más básica e irrefutable es la alianza (y la confianza) de los
sentidos. Alvaro Caeiro, el heterónimo de Pessoa que hizo una poética
sólo de estar en la naturaleza, escribió:
El mundo no se hizo para que lo pensaramos
(Pensar es estar enfermo de los ojos)
Sino para mirarnos en él y estar de acuerdo…
***
No tengo filosofía: tengo sentidos…
Graham, como suele suceder con quien
experimenta situaciones límite –despertando del sueño zombie– dice ser
muy afortunado de estar vivo y ya no temer a la muerte. Incluso hace
pequeñas diligencias en su casa, como sacudir el polvo (polvo seremos)
del tapete. Actos que son símbolos de la vida y aplazan la guadaña de la
muerte. Me gustaría preguntarle qué se siente sentir la luz del sol y
ver la lluvia detenerse en la hierba. Qué se siente querer —después del
indiferente crepúsculo de la mente– y ver la vida con sus cuerpos
vibrátiles extenderse alrededor, llamando siempre. Preguntarle, acaso
sólo para recordar, porque todos somos –o hemos sido– el hombre muerto
en la entrevista, entre vidas.
Twitter: @alepholo
FUENTE http://pijamasurf.com
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