HERMES


Hermes
Los Misterios de Egipto
¡Oh, alma ciega! Ármate con la antorcha de los Misterios, y en la noche terrestre descubrirás tu Doble luminoso, tu alma celeste. Sigue a ese divino guía, y que él sea tu Genio. Porque él tiene la clave de tus existencias pasadas y futuras.
(Llamada a los iniciados, del Libro de los Muertos).
Escuchad en vosotros mismos y mirad en el Infinito del Espacio y del Tiempo. Allí se oye el canto de los Astros, la voz de los Números, la armonía de las Esferas.
Cada sol es un pensamiento de Dios y cada planeta un modo de este pensamiento. Para conocer el pensamiento divino, ¡oh, almas!, es para lo que bajáis y subís penosamente el camino de los siete planetas y de sus siete cielos.
¿Qué hacen los astros? ¿Qué dicen los números? ¿Qué ruedan las Esferas? ¡Oh, almas perdidas o salvadas!: ¡ellos dicen, ellos cantan, ellas ruedan, vuestros destinos!
(Fragmentos de Hermes)
I.- La Esfinge
Frente a Babilonia, metrópoli tenebrosa del despotismo, Egipto fue en el mundo antiguo una verdadera ciudadela de la ciencia sagrada, una escuela para sus más ilustres profetas, un refugio y un laboratorio de las más nobles tradiciones de la Humanidad. Gracias a excavaciones inmensas, el pueblo egipcio nos es hoy mejor conocido que ninguna de las civilizaciones que precedieron a la griega, porque nos vuelve a abrir su historia, escrita sobre páginas de piedra. Se desentierran sus monumentos, se descifran sus jeroglíficos, y sin embargo, nos falta aún penetrar en el más profundo arcano de su pensamiento. Ese arcano es la doctrina oculta de los sacerdotes. Aquella doctrina, científicamente cultivada en los templos, prudentemente velada bajo los misterios, nos muestra al mismo tiempo el alma de Egipto, el secreto de su política, y su capital papel en la historia universal.
Nuestros historiadores hablan de los faraones en el mismo tono que de los déspotas de Nínive y de Babilonia. Para ellos, Egipto es una monarquía absoluta y conquistadora como Asiria, y no difiere de ésta más que porque aquella duró algunos miles de años más. ¿Sospechan ellos que en Asiria la monarquía aplastó al sacerdocio para hacer de él un instrumento, mientras que en Egipto el sacerdocio disciplinó a los reyes, no abdicó jamás ni aún en las peores épocas, arrojando del trono a los déspotas, gobernando siempre a la nación; y eso por una superioridad intelectual, por una sabiduría profunda y oculta, que ninguna corporación educadora ha igualado jamás en ningún país ni tiempo? Cuesta trabajo creerlo. Porque, bien lejos de deducir las innumerables consecuencias de ese hecho esencial, nuestros historiadores lo han entrevisto apenas, y parecen no concederle ninguna importancia. Sin embargo, no es preciso ser arqueólogo o lingüista para comprender que el odio implacable entre Asiria y Egipto procede de que los dos pueblos representaban en el mundo dos principios opuestos, y que el pueblo egipcio debió su larga duración a una armazón religiosa y científica más fuerte que todas las revoluciones.
Desde la época aria, a través del período turbulento que siguió a los tiempos védicos hasta la conquista persa y la época alejandrina, es decir, durante un lapso de más de cinco mil años, Egipto fue la fortaleza de las puras y altas doctrinas cuyo conjunto constituye la ciencia de los principios y que pudiera llamarse la ortodoxia esotérica de la antigüedad. Cincuenta dinastías pudieron sucederse y el Nilo arrastrar sus aluviones sobre ciudades enteras; la invasión fenicia pudo inundar el país y ser de él expulsada: en medio de los flujos y reflujos de la historia, bajo la aparente idolatría de su politeísmo exterior, el Egipto guardó el viejo fondo de su teogonía oculta y su organización sacerdotal. Ésta resistió a los siglos, como la pirámide de Gizeh medio enterrada entre la arena, pero intacta. Gracias a esa inmovilidad de esfinge que guarda su secreto, a esa resistencia de granito, el Egipto llegó a ser el eje alrededor del cual evolucionó el pensamiento religioso  de la Humanidad al pasar de Asia a Europa. La Judea, la Grecia, la Etruria, son otras tantas almas de vida que formaron civilizaciones diversas. Pero, ¿de dónde extrajeron sus ideas madres, sino de la reserva orgánica del viejo Egipto? Moisés y Orfeo crearon dos religiones opuestas y prodigiosas: la una por su austero monoteísmo, la otra por su politeísmo deslumbrador. Pero, ¿dónde se moldeó su genio? ¿Dónde encontró el uno la fuerza, la energía, la audacia de refundir un pueblo salvaje como se refunde el bronce en un horno, y dónde encontró el otro la magia de hacer hablar a los dioses como una lira armonizada con el alma de sus bárbaros embelesados? En los templos de Osiris, en la antigua Thebas, que los iniciados llamaban la ciudad del Sol o el Arca solar, porque contenía la síntesis de la ciencia divina y todos los secretos de la iniciación.
Todos los años, en el solsticio de verano, cuando caen las lluvias torrenciales en la Abisinia, el Nilo cambia de color y toma ese matiz de sangre de que habla la Biblia. El río crece hasta el equinoccio de otoño, y sepulta bajo sus ondas el horizonte de sus orillas. Pero, en pie sobre sus mesetas graníticas, bajo el sol que ciega, los templos tallados en plena roca, las necrópolis, las portadas, las pirámides, reflejan la majestad de sus ruinas en el Nilo convertido en mar. Así, el sacerdote egipcio atravesó los siglos con su organización y sus símbolos, arcanos impenetrables de su ciencia, en aquellas criptas y en aquellas pirámides se elaboró la admirable doctrina del Verbo Luz, de la Palabra Universal, que Moisés encerrará en su arca de oro, y cuya antorcha viva será Cristo.
La verdad es inmutable en sí misma, y sólo ella sobrevive a todo; pero cambia de moradas como de formas y sus revelaciones son intermitentes. “La Luz de Osiris”, que en la antigüedad iluminaba para los iniciados las profundidades de la naturaleza y las bóvedas celestes, se ha extinguido para siempre en las criptas abandonadas. Se ha realizado la palabra de Hermes a Asklepios: “¡Oh Egipto, Egipto!, sólo quedarán de ti fábulas increíbles para las generaciones futuras, y nada durará de ti más que palabras grabadas en piedras.”
Sin embargo, un rayo de aquel misterioso sol de los santuarios es lo que quisiéramos hacer revivir siguiendo la vía secreta de la antigua iniciación egipcia, en cuanto lo permite la intuición esotérica y la refracción de las edades. Pero antes de entrar en el templo, lancemos una ojeada sobre las grandes fases que atravesó el Egipto antes del tiempo de los Hicsos.
Casi tan vieja como la armazón de nuestros continentes, la primera civilización egipcia se remonta a la antiquísima raza roja. La esfinge colosal de Giseh, situada junto a la gran pirámide, es obra suya. En tiempos en que el Delta -formado más tarde por los aluviones del Nilo- no existía aún, el animal monstruoso y simbólico estaba ya tendido sobre su colina de granito, ante la cadena de los montes líbicos, y miraba el mar romperse a sus pies, allí donde se extiende hoy la arena del desierto. La esfinge, esa primera creación de Egipto, se ha convertido en su símbolo principal, su marca distintiva. El más antiguo sacerdocio humano la esculpió, imagen de la Naturaleza tranquila y terrible en su misterio. Una cabeza de hombre sale de un cuerpo de toro con garras de león, y repliega sus alas de águila a los costados. Es la Isis terrestre, la Naturaleza en la unidad viviente de sus reinos. Porque ya aquellos sacerdotes inmemoriales sabían y señalaban que en la gran evolución, la naturaleza humana emerge de la naturaleza animal. En ese compuesto del toro, del león, del águila y del hombre están también encerrados los cuatro animales de la visión de Ezequiel, representando cuatro elementos constitutivos del microcosmos y del macrocosmos: el agua, la tierra, el aire y el fuego, base de la ciencia oculta. Por esta razón, cuando los iniciados vean el animal sagrado tendido en el pórtico de los templos o en el fondo de las criptas, sentirán vivir aquel misterio en sí mismos y replegarán en silencio las alas de su espíritu sobre la verdad interna. Porque antes de Aedipo, sabrán que la clave del enigma de la esfinge es el hombre, el microcosmos, el agente divino, que reúne en sí todos los elementos y todas las fuerzas de la naturaleza.
esfinge de Giseh
La raza roja no ha dejado otro testigo que la esfinge de Giseh; prueba irrecusable de que había formulado y resuelto a su manera el gran problema.
II. Hermes
La raza negra que sucedió a la raza roja austral en la dominación del mundo, hizo del alto Egipto su principal santuario. El nombre de Hermes Toth, ese misterioso y primer iniciador del Egipto en las doctrinas sagradas, se relaciona sin duda con una primera y pacífica mezcla de la raza blanca y de la raza negra en las regiones de la Etiopía y del alto Egipto, largo tiempo antes de la época aria. Hermes es un nombre genérico como Manú y Buddha pues designa a la vez a un hombre, a una casta y a un Dios. Como hombre, Hermes es el primero, el gran iniciador del Egipto; como casta, es el sacerdocio depositario de las tradiciones ocultas; como Dios, es el planeta Mercurio, asimilado con su esfera a una categoría de espíritus, de iniciadores divinos; en una palabra: Hermes preside a la región supraterrena de la iniciación celeste. En la economía espiritual del mundo, todas esas cosas están ligadas por secretas afinidades como por un hilo invisible. El nombre de Hermes es un talismán que las resume, un sonido mágico que las evoca. De ahí su prestigio. Los griegos, discípulos de los egipcios, le llamaron Hermes Trismegisto o tres veces grande, porque era considerado como rey, legislador y sacerdote. Él caracteriza a una época en que el sacerdocio, la magistratura y la monarquía se encontraban reunidos en un solo cuerpo gobernante. La cronología egipcia de Manetón llama a esa época el reino de los dioses. No había entonces ni papiros ni escritura fonética, pero la ideografía existía ya: la ciencia del sacerdocio estaba inscrita en jeroglíficos sobre las columnas y los muros de las criptas. Considerablemente aumentada, pasó más tarde a las bibliotecas de los templos. Los egipcios atribuían a Hermes cuarenta y dos libros sobre la ciencia oculta. El libro griego conocido por el nombre de Hermes Trismegisto encierra ciertamente restos alterados, pero infinitamente preciosos, de la antigua teogonía, que es como el fiat lux de donde Moisés y Orfeo recibieron sus primeros rayos. La doctrina del Fuego Principio y del Verbo Luz, encerrada en la Visión de Hermes, será como la cúspide y el centro de la iniciación egipcia.
Trataremos ahora de encontrar esta visión de los maestros, en rosa mística que se abre en la noche del santuario y en el arcano de las grandes religiones. Ciertas palabras de Hermes, impregnadas de sabiduría antigua, son propias para prepararnos a ello. “Ninguno de nuestros pensamientos –dice a su discípulo Asklepios- puede concebir a Dios, ni lengua alguna puede definirle. Lo que es incorpóreo, invisible, sin forma, no puede ser percibido por nuestros sentidos; lo que es eterno, no puede ser medido por la corta regla del tiempo. Dios es, pues, inefable. Dios puede, es verdad, comunicar a algunos elegidos la facultad de elevarse sobre las cosas naturales para percibir alguna radiación de su perfección suprema; pero esos elegidos no encuentran palabra para traducir en lenguaje vulgar la Visión inmaterial que les ha hecho estremecer. Ellos pueden explicar a la humanidad las causas secundarias de las creaciones que pasan bajo sus ojos como imágenes de la vida universal, pero la causa primera queda velada y no llegaríamos a comprenderla más que atravesando la muerte.” Así hablaba Hermes del Dios desconocido, en el pórtico de las criptas. Los discípulos que penetraban con él en sus profundidades, aprendían a conocerle como ser viviente.
El libro habla de su muerte como de la partida de un dios. “Hermes vio el conjunto de las cosas, y habiendo visto, comprendió, y habiendo comprendido, tenía el poder de manifestar y de revelar. Lo que pensó lo escribió; lo que escribió lo ocultó en gran parte, callándose con prudencia y hablando a la vez, a fin de que toda la duración del mundo por venir buscase esas cosas. Y así, habiendo ordenado a los dioses sus hermanos que le sirvieran de cortejo, subió a las estrellas”.
Se puede, en rigor, aislar la historia política de los pueblos, mas no así su historia religiosa. Las religiones de la Asiria, Egipto, Judea y Grecia no se comprenden más que cuando se vislumbra su punto de unión con la antigua religión indoaria. Tomadas aparte, son otros tantos enigmas y charadas; vistas en conjunto y desde arriba, son una soberbia evolución donde se domina y se explica recíprocamente. En una palabra, la historia de una religión será siempre estrecha, supersticiosa y falsa; sólo hay verdad en la historia religiosa de la humanidad. Desde tal altura no se sienten más que las corrientes que dan la vuelta al globo. El pueblo egipcio, el más independiente y el más cerrado de todos a las influencias exteriores, no pudo substraerse a esta ley universal. Cinco mil años antes de nuestra era, la luz de Râma, encendida en el Irán, irradió sobre el Egipto y vino a ser la ley de Ammón-Râ, el dios solar de Thebas. Esa constitución le permitió desafiar tantas revoluciones. Menes fue el primer rey de justicia, el primer faraón ejecutor de aquella ley. Él se guardó bien de arrebatar al Egipto su antigua teología, que era la suya también, y no hizo más que confirmarla y ensancharla, añadiéndole una organización social nueva: el sacerdocio, es decir, la enseñanza, en un primer consejo; la justicia en otro; el gobierno en los dos; la monarquía concebida como delegada y sometida a su fiscalización; la independencia relativa de los nomos o municipalidades, como base de la sociedad. Es lo que podemos llamar el gobierno de los iniciados. Tenía por clave de bóveda una síntesis de las ciencias conocidas bajo el nombre de Osiris (O-Sir-Is), el señor intelectual. La gran pirámide es un símbolo y su gnomon matemático. El faraón que recibía su nombre de iniciación en el templo, que ejercía el arte sacerdotal y real sobre el trono, era, pues, un personaje bien distinto del déspota asirio, cuyo poder arbitrario estaba cimentado sobre el crimen y la sangre. El faraón era el iniciado coronado, o por lo menos, el discípulo y el instrumento de los iniciados. Durante siglos, los faraones defenderán, contra el Asia despótica y contra la Europa anárquica, la ley del Morueco, que representaba entonces los derechos de la justicia y del arbitraje internacional según enseñara Râma con su ejemplo.
Hacia el año 2200 antes de Jesucristo, el Egipto sufrió la crisis más temible por la que un pueblo puede atravesar: la de la invasión extranjera y de una semiconquista. La invasión fenicia era en sí misma la consecuencia del gran cisma religioso en Asia, que había sublevado a las masas populares y sembrado la discordia en los templos. Conducida por los reyes pastores llamados Hicsos, esa invasión lanzó un diluvio sobre el Delta y el Egipto medio. Los reyes cismáticos traían consigo una civilización corrompida, la molicie jónica, el lujo del Asia, las costumbres del harén, una idolatría grosera. La existencia nacional del Egipto estaba comprometida, su intelectualidad en peligro, su misión universal amenazada. Pero llevaba en sí un alma de vida, es decir, un cuerpo orgánico de iniciados, depositarios de la antigua ciencia de Hermes y de Ammón-Râ. ¿Qué hizo aquella alma? Retirarse al fondo de sus santuarios, replegarse en sí misma para resistir mejor al enemigo. En apariencia, el sacerdocio se inclinó ante la invasión y reconoció a los usurpadores que llevaban la ley del Toro y el culto del buey Apis. Sin embargo, ocultos en los templos, los dos consejos guardaron allí, como un depósito sagrado, su ciencia, sus tradiciones, la antigua y pura religión, y con ella la esperanza de una restauración de la dinastía nacional. En esta época fue cuando los sacerdotes difundieron entre el pueblo la leyenda de Isis y de Osiris, del desmembramiento de este último y de su resurrección próxima por su hijo Horus, que volvería a encontrar sus miembros dispersos arrastrados por el Nilo. Se excitó la imaginación de la multitud por la pompa de las ceremonias públicas. Se sostuvo su amor a la vieja religión representándole las desgracias de la Diosa, sus lamentos por la pérdida de su esposo celeste, y la esperanza que ella tenía en su hijo Horus, el divino mediador. Pero al mismo tiempo, los iniciados juzgaron necesario hacer inatacable la verdad esotérica recubriéndola con un triple velo. A la difusión del culto popular de Isis y de Osiris corresponde la organización interior y sabia de los pequeños y de los grandes Misterios. Se les rodeó de barreras casi infranqueables, de peligros tremendos. Se inventaron las pruebas morales, se exigió el juramento del silencio, y la pena de muerte fue rigurosamente aplicada contra los iniciados que divulgaban el menor detalle de los Misterios. Gracias a esta organización severa, la iniciación egipcia llegó a ser, no solamente el refugio de la doctrina esotérica, sino también el crisol de una resurrección nacional y la escuela de las religiones futuras. Mientras los usurpadores coronados reinaban en Menphis, Thebas se preparaba lentamente para la regeneración del país. De su templo, de su arca solar, salió el salvador de Egipto, Amos, que arrojó a los Hicsos del país después de nueve siglos de dominación, restauró la ciencia egipcia en sus derechos y la religión viril de Osiris.
De este modo los Misterios salvaron el alma del Egipto de la tiranía extranjera, y esto para bien de la humanidad. Porque tal era entonces la fuerza de su disciplina, el poder de su iniciación, que encerraba en sí una mejor fuerza moral, su más alta selección intelectual. La iniciación antigua reposaba sobre una concepción del hombre a la vez más sana y más elevada que la nuestra. Nosotros hemos disociado la educación del cuerpo de la del alma y del espíritu. Nuestras ciencias físicas y naturales, muy avanzadas en sí mismas, hacen abstracción del principio del alma y de su difusión en el universo; nuestra religión no satisface las necesidades de la inteligencia, nuestra medicina no quiere saber nada ni del alma ni del espíritu. El hombre contemporáneo busca el placer sin la felicidad, la felicidad sin la ciencia, y la ciencia sin la sabiduría. La antigüedad no admitía que se pudiesen separar tales cosas. En todos los dominios, ella tenía en cuenta la triple naturaleza del hombre. La iniciación era un adiestramiento gradual de todo el ser humano hacia las cimas vertiginosas del espíritu, desde donde se puede dominar la vida. “Para alcanzar la maestría –decían los sabios de entonces- el hombre tiene necesidad de una refundición total de su ejercicio simultáneo de la voluntad, de la intuición y del razonamiento. Por su completa concordancia, el hombre puede desarrollar sus facultades hasta límites incalculables. El alma tiene sentidos dormidos: la iniciación los despierta. Por medio de un estudio profundo, una aplicación constante, el hombre puede ponerse en relación consciente con las fuerzas ocultas del universo. Por un esfuerzo prodigioso, puede alcanzar la perfección espiritual directa, abrirse las vías del más allá, y hacerse capaz de dirigirse a ellas. Entonces, solamente, puede decir que ha vencido al destino y conquistado su libertad divina. Entonces sólo, el iniciado puede llegar a ser iniciador, profeta y teúrgo, es decir: vidente y creador de almas. Porque sólo el que se domina a sí mismo puede dirigir a los otros; sólo es libre el que puede libertarse, únicamente puede emancipar el que está emancipado.
Así pensaban los iniciados antiguos. Los más grandes de entre ellos vivían y obraban en consecuencia. La verdadera iniciación era una cosa bien distinta a un sueño nuevo, y mucho más que una simple enseñanza científica; era la creación de un alma por sí misma, su germinación sobre un plano superior, su floración en el mundo divino.
Trasladémonos al tiempo de los Ramsés, a la época de Moisés y de Orfeo, hacia el año 1300 antes de nuestra era, y tratemos de penetrar en el corazón de la iniciación egipcia. Los monumentos figurados, los libros de Hermes, la tradición judía y griega, permiten hacer revivir sus fases ascendentes y formarnos una idea de su más alta revelación.
III.- Isis.- La Iniciación. Las Pruebas.
En tiempos de los Ramsés, la civilización egipcia resplandecía en el apogeo de su gloria. Los faraones de la XXª dinastía, discípulos y portaespadas de los santuarios, sostenían como verdaderos héroes la lucha contra Babilonia. Los arqueros egipcios hostigaban a los Libios, los Bodrones y los Númidas, hasta en el centro del África. Una flota de cuatrocientas velas perseguía a la liga de los cismáticos hasta las bocas del Indus. Para resistir mejor al choque de la Asiria y de sus aliados, los Ramsés habían trazado caminos estratégicos hasta el Líbano, y construido una cadena de fuertes entre Mageddo y Karkemish. Interminables caravanas afluían por el desierto, de Radasich a Elefantina. Los trabajos de arquitectura continuaban sin descanso y ocupaban a obreros de tres continentes. La sala hipóstila de Karnak, cuyos pilares alcanzan la altura de la columna de Vendôme, era reparada; el templo de Abydos se enriquecía con maravillas escultóricas, y el valle de los reyes con monumentos grandiosos. Se construía en Bubasta, en Luksor, en Speos e Ibsambul. En Thebas un arco de triunfo recordaba la toma de Kadesh. En Menphis el Rameseum se elevaba rodeado de un bosque de obeliscos, de estrellas, de monolitos gigantescos.
En medio de aquella actividad febril, de aquella vida deslumbradora, más de un extranjero aspirante a los Misterios, venido de las playas lejanas del Asia Menor o de las montañas de la Tracia, llegaba a Egipto, atraído por la reputación de sus templos. Una vez en Menphis, quedaba asombrado. Monumentos, espectáculos, fiestas públicas, todo le daba la impresión de la opulencia, de la grandeza. Después de la ceremonia de la consagración real, que se hacía en el secreto del santuario, veía al faraón salir del templo, ante la multitud, y subir sobre su pavés llevado por doce oficiales de su estado mayor. Ante él, doce jóvenes ministros del culto llevaban, sobre cojines bordados en oro, las insignias reales: el cetro de los árbitros con cabeza de morueco, la espada, el arco y la maza de armas. Detrás iba la casa del rey y los colegios sacerdotales, seguidos de los iniciados en los grandes y pequeños misterios. Los pontífices llevaban la tiara blanca, y su pectoral chispeaba con el fuego de las piedras simbólicas. Los dignatarios de la corona llevaban las condecoraciones del Cordero, del Morueco, del León, del Lys, de la Abeja, suspendidas de cadenas macizas admirablemente trabajadas. Las corporaciones cerraban la marcha con sus emblemas y sus banderas desplegadas. Por la noche, barcas magníficamente empavesadas paseaban sobre lagos artificiales a las reales orquestas, en medio de las cuales se perfilaban, en posturas hieráticas, las bailarinas y tocadoras de tiorba.
Pero aquella pompa aplastante no era lo que él buscaba. El deseo de penetrar el secreto de las cosas, la sed de saber: he ahí lo que le traía de tan lejos. Se le había dicho que en los santuarios de Egipto vivían magos, hierofantes en posesión de la ciencia divina. Él también quería entrar en el secreto de los dioses. Había oído hablar a un sacerdote de su país del Libro de los muertos, de su rollo misterioso que se ponía bajo la cabeza de las momias como un viático, y que contaba, bajo una forma simbólica, el viaje de ultratumba del alma, según los sacerdotes de Ammón-Râ. Él había seguido con ávida curiosidad y un cierto temblor interno mezclado de duda, aquel largo viaje del alma después de la vida; su expiación en una región abrasadora; la purificación de su envoltura sideral; su encuentro con el mal piloto sentado en una barca con la cabeza vuelta, y con el buen piloto que mira de frente; su comparecencia ante los cuarenta y dos jueces terrestres; su justificación por Toth; en fin, su entrada y transfiguración en la luz de Osiris. Podemos juzgar del poder de aquel libro y de la revolución total que la iniciación egipcia operaba a veces en los espíritus, por este pasaje del Libro de los muertos: “Este capítulo fue encontrado en Hermópolis en escritura azul sobre una losa de alabastro, a los pies del Dios Toth (Hermes), del tiempo del rey Menkara, por el príncipe Hastatef, cuando iba de viaje para inspeccionar los templos. Llevó él la piedra al templo real. ¡Oh gran secreto!; él no vio más ni oyó más cuando leyó aquel capítulo puro y santo; no se aproximó más a ninguna mujer ni comió más carne ni pescado.” Pero, ¿qué había de verdadero en aquellas narraciones turbadoras, en aquellas imágenes hieráticas tras las cuales se esfumaba el terrible misterio de ultratumba? –Isis y Osiris lo saben- le decían. Pero, ¿quiénes eran aquellos dioses de quienes sólo se hablaba con un dedo sobre los labios? Para saberlo el extranjero llamaba a la puerta del gran templo de Thebas o de Menphis.
Varios servidores le conducían bajo el pórtico de un patio interior, cuyos pilares enormes parecían lotos gigantescos, sosteniendo por su fuerza y pureza al arca solar, el templo de Osiris. El hierofante se aproximaba al recién llegado. La majestad de sus facciones, la tranquilidad de su rostro, el misterio de sus ojos negros, impenetrables, pero llenos de luz interna, inquietaban ya algo al postulante. Aquella mirada penetraba como un punzón. El extranjero se sentía frente a un hombre a quien sería imposible ocultar nada. El sacerdote de Osiris interrogaba al recién llegado sobre su ciudad natal, sobre su familia y donde el templo donde había sido instruido. Si en aquel corto pero incisivo examen se le juzgaba indigno de los misterios, un gesto silencioso, pero irrevocable, le mostraba la puerta. Pero si el sacerdote encontraba en el aspirante un deseo sincero de la verdad, le rogaba que le siguiera. Atravesaba pórticos, patios interiores, luego una avenida tallada en la roca a cielo abierto y bordeada de obeliscos y de esfinges, y por fin se llegaba a un pequeño templo que servía de entrada a las criptas subterráneas. La puerta estaba oculta por una estatua de Isis de tamaño natural. La diosa sentada tenía un libro cerrado sobre sus rodillas, en una actitud de meditación y de recogimiento. Su cara estaba cubierta con un velo. Se leía bajo la estatua: “Ningún mortal ha levantado mi velo”.
-Aquí está la puerta del santuario oculto- decía el hierofante.- Mira esas dos columnas. La roja representa la ascensión del espíritu hacia la luz de Osiris; la negra significa la cautividad en la materia, y en esta caída puede llegarse hasta el aniquilamiento. Cualquiera que aborde nuestra ciencia y nuestra doctrina, juega en ello su vida. La locura o la muerte: he ahí lo que encuentra el débil o el malvado; los fuertes y los buenos únicamente encuentran aquí la vida y la inmortalidad. Muchos imprudentes han entrado por esa puerta y no han vuelto a salir vivos. Es un abismo que no muestra la luz más que a los intrépidos. Reflexiona bien en lo que vas a hacer, en los peligros que vas a correr, y si tu valor no es un valor a toda prueba, renuncia a la empresa. Porque una vez que esa puerta se cierre, no podrás volverte atrás. –Si el extranjero persistía en su voluntad, el hierofante le volvía a llevar al patio exterior y le dejaba en manos de los servidores del templo, con los que tenía que pasar una semana, obligado a hacer los trabajos más humildes, escuchando los himnos y haciendo las abluciones. Se le ordenaba el silencio más absoluto.
Llegaba la noche de la prueba. Dos neócoros u oficiantes volvían a llevar al aspirante a la puerta del santuario oculto. Se entraba en un vestíbulo negro sin salida aparente. A los dos lados de aquella sala lúgubre, a la luz de las antorchas el extranjero veía una fila de estatuas con cuerpos de hombre y cabezas de animales; de leones, de toros, de aves de rapiña, de serpientes que parecían mirar su paso sonriendo con ironía. Al fin de aquella siniestra avenida, que se atravesaba en el más profundo silencio, había una momia y un esqueleto humanos en pie y frente a frente. Y con un gesto mudo los dos neócoros mostraban al novicio un agujero en la pared, frente a él. Era la entrada de un pasadizo tan bajo que no se podía penetrar en él más que arrastrándose.
-Aún puedes volver atrás- decía uno de los oficiantes-. La puerta del santuario aún no se ha vuelto a cerrar. Si no quieres, tienes que continuar tu camino por ahí y sin volver atrás.
-Me quedo- decía el novicio, reuniendo todo su valor.
Se le daba entonces una pequeña lámpara encendida. Los neócoros se marchaban y cerraban con estrépito la puerta del santuario. Ya no había que dudar: era preciso entrar en el pasadizo. Apenas se había deslizado en él, arrastrándose de rodillas con su lámpara en la mano, cuando oía una voz en el fondo del subterráneo: “Aquí perecen los locos que codician la ciencia y el poder”. Gracias a un maravilloso efecto de acústica, aquellas palabras eran repetidas siete veces por ecos distanciados. Era preciso avanzar sin embargo; el pasadizo se ensanchaba, pero descendía en pendiente cada vez más rápida. En fin, el viajero se encontraba frente a un embudo que conducía a un agujero: una escala de hierro se perdía en él; el novicio se aventuraba a bajar. En el último escalón, su mirada asustada se hundía en un pozo horrible. Su pobre lámpara de nafta, que apretaba convulsamente en su temblorosa mano, proyectaba un vago resplandor en tinieblas sin fondo…; ¿qué hacer?  Sobre él, la vuelta imposible; bajo él, la caída en el vacío, la noche espantosa. En aquella angustia, distinguía una grieta en el terreno por su izquierda. Agarrado con una mano a la escala, extendiendo su lámpara con la otra, veía unos escalones. ¡Una escalera!, era la salvación. Se lanzaba por ella; subía, se escapaba del abismo. La escalera, atravesando la roca como una barrena, subía en espiral. En fin, el aspirante se encontraba ante una reja de bronce que daba a una ancha galería sostenida por grandes cariátides. En los intervalos, sobre el muro, se veían dos filas de frescos simbólicos. Había once en cada lado, dulcemente iluminados por lámparas de cristal que tenían en sus manos las bellas cariátides.
Un mago llamado pastóphoro (guardián de los símbolos sagrados) abría la verja al novicio y le acogía con una sonrisa benévola. Lo felicitaba por haber soportado con felicidad la primera prueba, y luego, conduciéndole a través de la galería, le explicaba las pinturas sagradas. Bajo cada una de aquellas pinturas había una letra y un número. Los veintidós símbolos representaban los veintidós primeros arcanos y constituían el alfabeto de la ciencia oculta, es decir, los principios absolutos, las claves universales que, aplicadas por la voluntad, se convierten en la fuente de toda sabiduría y de todo poder. Esos principios se fijaban en la memoria por su correspondencia con las letras de la lengua sagrada y con los números que se ligan a esas letras. Cada número y cada letra expresa en aquella lengua una ley ternaria, que tiene su repercusión en el mundo divino, en el mundo intelectual y en el mundo físico. Del mismo modo que el dedo que toca una cuerda de la lira hace resonar una nota de la gama y vibrar todas sus armónicas, así el espíritu que contempla todas las virtualidades de un número y la voz que pronuncia una letra con consciencia de su alcance, evocan un poder que repercute en los tres mundos.
De este modo, la letra A, que corresponde al número I, expresa en el mundo divino: el Ser absoluto del que emanan todos los seres; en el mundo intelectual: la unidad, manantial y síntesis de los números; en el mundo físico: el hombre, cúspide de los seres relativos que, por la expresión de sus facultades, se eleva en las esferas concéntricas del infinito. El arcano I se representaba entre los egipcios por un mago vestido de blanco, con un cetro en la mano y la frente ceñida por una corona de oro. El ropaje blanco significaba la pureza, el cetro el dominio, la corona de oro la luz universal.
El novicio se hallaba lejos de comprender todo lo que oía de extraño y de nuevo; pero desconocidas perspectivas se entreabrían ante él a las palabras del pastóphoro, ante aquellas hermosas pinturas que le miraban con la impasible gravedad de los dioses. Tras cada una de ellas, entreveía por relámpagos de intuición toda una serie de pensamientos y de imágenes súbitamente evocadas. Sospechaba por primera vez la parte interna del mundo por la cadena misteriosa de las causas. Así, de letra en letra, de número en número, el maestro explicaba al discípulo el sentido de los arcanos, y le conducía por Isis Urania al carro de Osiris; por la torre derribada por el rayo de la estrella flamígera, y, en fin, a la corona de los magos. “Y sábelo bien –decía el pastóphoro- lo que significa esa corona: toda voluntad que se une a Dios para manifestar la verdad y obrar la justicia, entra desde esta vida en participación del poder divino sobre los seres y sobre las cosas, recompensa eterna de los espíritus libertados”. Al oír hablar al maestro, el neófito experimentaba una mezcla de sorpresa, de temor y de admiración. Eran los primeros resplandores del santuario, y la verdad entrevista le parecía la aurora de una divina reminiscencia.
Pero las pruebas no habían terminado. Al concluir de hablar, el pastóphoro abría una puerta que daba acceso a una nueva bóveda estrecha y larga, a cuya extremidad chisporroteaba una enorme hoguera. “pero ¡eso es la muerte!”, decía el novicio, y miraba a su guía temblando. “Hijo mío –respondía el pastóphoro-, la muerte sólo espanta a las naturalezas abortadas. Yo he atravesado en otros tiempos aquella llama como un campo de rosas.” Y la verja de la galería de los arcanos se volvía a cerrar tras el postulante. Al aproximarse a la barrera de fuego, se daba cuenta de que la hoguera se reducía a una ilusión óptica creada por maderas resinosas, dispuestas al tresbolillo sobre unas rejas. Un sendero trazado en medio le permitía pasar rápidamente al otro lado. A la prueba de fuego sucedía la prueba del agua. El aspirante tenía que atravesar una agua muerta y negra al resplandor de un incendio de nafta que se encendía tras de él, en la cámara del fuego. Después de esto, los oficiantes le conducían, tembloroso aún, a una gruta oscura en la que no se veía más que un lecho mullido, misteriosamente iluminado por la semioscuridad de una lámpara de bronce suspendida en la bóveda. Le secaban, rociaban su cuerpo con esencias exquisitas, le revestían con un traje de fino lienzo y le dejaban solo, después de haberle dicho: “Descansa, medita y espera al hierofante”.
El novicio extendía sus miembros fatigados sobre el tapiz suntuoso de su lecho. Después de las emociones diversas, aquel momento de calma le parecía dulce. Las pinturas sagradas que había visto, todas aquellas figuras extrañas, las esfinges, las cariátides, volvían a pasar ante su imaginación. ¿Por qué una de aquellas pinturas le obsesionaba como una alucinación? Veía obstinadamente el arcano X representado por una rueda suspendida por su eje entre dos columnas. De un lado sube Hesmanubis, el genio del Bien, bello como un joven efebo; del otro, Tiphón, el genio del Mal, que con la cabeza hacia abajo se precipita al abismo. Entre los dos, en la parte superior de la rueda, se hallaba sentada una esfinge con una espada en sus garras.
El vago zumbido de una música lasciva que parecía partir del fondo de la gruta, hacía desvanecer aquella imagen. Eran sones ligeros e indefinidos, de una languidez triste e incisiva. Un tañido metálico excitaba su oído, mezclado con arpegios y sonidos de flauta, suspiros jadeantes como un aliento abrasador. Envuelto en un sueño de fuego, el extranjero cerraba los ojos. Al volverlos a abrir, veía a algunos pasos de su lecho una aparición trastornadora de vida y de infernal seducción. Una mujer de Nubia, vestida con gasa de púrpura transparente, un collar de amuletos a su cuello, parecida a las sacerdotisas de los misterios de Mylitta, estaba allí en pie, cubriéndole con su mirada y manteniendo en su mano una copa coronada de rosas. Tenía ese tipo nubio cuya sensualidad intensa y chispeante concentra todas las potencias del animal femenino: pómulos salientes, nariz dilatada, labios gruesos como un fruto rojo y sabroso. Sus ojos negros brillaban en la penumbra. El novicio se había levantado y, sorprendido, no sabiendo si debía temblar o regocijarse, cruzaba instintivamente sus manos sobre el pecho. Pero la esclava avanzaba a pasos lentos, y bajando los ojos, murmuraba en voz baja: “¿Tienes miedo de mí, bello extranjero? Te traigo la recompensa de los vencedores, el olvido de las penas, la copa de la felicidad…”. El novicio dudaba; entonces, como llena de cansancio, la Nubia se sentaba sobre el lecho y envolvía al extranjero en una mirada suplicante como una larga llama. ¡Desgraciado de él si se atrevía a desafiarla, si se inclinaba sobre aquella boca, si se embriagaba con los pesados perfumes que subían de aquellos hombros bronceados! Una vez que había cogido su mano, y tocado con los labios aquella copa, estaba perdido… Rodaba sobre el lecho enlazado en un abrazo abrasador. Pero después de satisfacer el deseo salvaje, el líquido que había bebido le sumergía en un pesado sueño. Cuando despertaba, se encontraba solo, angustiado. La lámpara lanzaba una luz fúnebre sobre su lecho en desorden. Un hombre estaba en pie ante él; era el hierofante, que le decía:
-Has vencido en las primeras pruebas. Has triunfado de la muerte, del fuego y del agua; pero no has sabido vencerte a ti mismo. Tú que aspiras a las alturas del espíritu y del conocimiento, has sucumbido a la primera tentación de los sentidos, y has caído en el abismo de la materia. Quien vive esclavo de los sentidos, vive en las tinieblas. Has preferido las tinieblas a la luz; quédate, pues, en las tinieblas. Te advertí de los peligros a que te exponías. Has salvado tu vida; pero has perdido tu libertad. Quedarás bajo pena de muerte, como esclavo del templo.
Si al contrario, el aspirante había tirado la copa y rechazado a la pecadora, doce neócoros provistos de antorchas, llegaban para rodearle y conducirle triunfalmente al santuario de Isis, donde los magos, colocados en hemiciclo y vestidos de blanco, le esperaban en asamblea plena. En el fondo del templo espléndidamente iluminado, veía la estatua colosal de Isis, en metal fundido, con una rosa de oro en el pecho, coronada con una diadema de siete rayos y sosteniendo en sus brazos a su hijo Horus. Ante la diosa, el hierofante recibía al recién llegado y le hacía prestar, bajo las imprecaciones más tremendas, el juramento del silencio y de la sumisión. Entonces le saludaba en nombre de toda la asamblea como a un hermano y futuro iniciado. Ante aquellos maestros augustos, el discípulo de Isis se creía en presencia de dioses. Engrandecido ante sí mismo, entraba por primera vez en la esfera de la Verdad.
IV.- Osiris. La muerte y la Resurrección.
Y, sin embargo, sólo quedaba admitido a su umbral. Porque ahora empezaban los largos años de estudio y de aprendizaje. Antes de elevarse a Isis Urania tenía que conocer la Isis terrestre, instruirse en las ciencias físicas y androgónicas. El tiempo lo repartía entre las meditaciones en su celda, el estudio de los jeroglíficos en las salas y patios del templo, tan vasto como una ciudad, y las lecciones de los maestros. Aprendía la ciencia de los minerales y de las plantas, la historia del hombre y de los pueblos, la medicina, la arquitectura y la música sagrada. En aquel largo aprendizaje no tenía sólo que conocer, sino devenir: ganar la fuerza por medio del renunciamiento. Los sabios antiguos creían que el hombre no posee la verdad más que cuando ésta llega a ser una parte de su ser íntimo, un acto espontáneo del alma. Pero en ese profundo trabajo de asimilación, se dejaba al discípulo abandonado a sí mismo. Sus maestros no le ayudaban en nada, y con frecuencia le chocaba su frialdad, su indiferencia. Le vigilaban con atención; le obligaban a seguir reglas inflexibles; se exigía de él una obediencia absoluta; pero no le revelaban nada más allá de ciertos límites. A sus inquietudes, a sus preguntas, se le respondía: “Espera y trabaja”. Entonces se manifestaban en él rebeldías repentinas, pesares amargos, sospechas horribles. ¿Se había convertido en esclavo de audaces impostores o de magos negros, que subyugaban su voluntad con un fin infame? La verdad huía; los dioses le abandonaban; estaba solo y era prisionero del templo. La verdad se le había aparecido bajo la figura de una esfinge. Ahora la esfinge le decía: “Yo soy la duda”. Y la bestia alada con su cabeza de mujer impasible y sus garras de león, se lo llevaba para desgarrarlo en la arena ardiente del desierto.
Pero a esas pesadillas sucedían horas de calma y de presentimiento divino. Comprendía entonces el sentido simbólico de las pruebas que había atravesado al entrar en el templo. Porque el pozo sombrío donde había estado a punto de caer, era menos negro que el abismo de la insondable verdad; el fuego que había atravesado, era menos terrible que las pasiones que quemaban aún su carne; el agua helada y tenebrosa en que había tenido que sumergirse, era menos fría que la duda en que su espíritu se hundía y se ahogaba en las  malas horas.
En una de las salas del templo se alineaban en dos filas aquellas mismas pinturas sagradas que le habían explicado en la cripta durante la noche de las pruebas, y que representaban los veintidós arcanos. Aquellos arcanos que se dejaban entrever en el umbral mismo de la ciencia oculta, eran las columnas de la teología; pero era preciso haber atravesado toda la iniciación para comprenderlos. Después, ninguno de los maestros le había vuelto a hablar más de aquello. Le permitían solamente pasearse en aquella sala y meditar sobre aquellos signos. Pasaba allí largas horas solitarias. Por aquellas figuras castas como la luz, graves como la Eternidad, la verdad invisible e impalpable se infiltraba lentamente en el corazón del neófito. En la muda sociedad de aquellas divinidades silenciosas y sin nombre, de las que cada una parecía presidir a una esfera de la vida, comenzaba a experimentar algo nuevo: al principio, una reconcentración en el fondo de su ser; luego, una especie de desligamiento del mundo que le hacía elevarse por encima de las cosas. A veces, preguntaba a uno de los magos: “¿Se me permitirá algún día respirar la rosa de Isis y ver la luz de Osiris?” Se le respondía: “Eso no depende de nosotros. La verdad no se da. Se la encuentra. Nosotros no podemos hacer de ti un adepto: hay que llegar por el trabajo propio. El loto crece bajo el río largo tiempo antes de abrirse en flor. No apresures el florecimiento de la flor divina. Si ella tiene que venir, vendrá a su debido tiempo. Trabaja y ora.”
Y el discípulo volvía a sus estudios, a sus meditaciones, con un triste gozo. Gustaba del encanto austero y suave, de esa soledad por donde pasa como un soplo el ser de los seres. Así transcurrían los meses y los años. Sentía operarse en su ser una transformación lenta, una metamorfosis completa. Las pasiones que le habían asaltado en su juventud se alejaban como sombras, y los pensamientos que le rodeaban ahora le sonreían como inmortales amigos. Lo que experimentaba por momentos era la desaparición de su yo terrestre y el nacimiento de otro yo más puro y más etéreo. En este sentimiento, a veces ocurría que se prosternaba ante las escaleras del cerrado santuario. Entonces ya no había en él rebeldía, ni un deseo cualquiera, ni un pesar. Sólo había un abandono completo de su alma a los Dioses, una oblación perfecta a la verdad. “¡Oh Isis! –decía él en su oración- puesto que mi alma sólo es una lágrima de tus ojos, que ella caiga en rocío sobre otras almas, y que al morir por ello, sienta yo su perfume subir hacia ti. Heme aquí presto al sacrificio”.
Después de una de aquellas oraciones mudas, el discípulo en semiéstasis veía en pie a su lado, como una visión salida del suelo, al hierofante envuelto en los cálidos resplandores del poniente. El maestro parecía leer todos los pensamientos del discípulo, penetrar todo el drama de su vida interior.
-Hijo mío –decía-, la hora se aproxima en que se te revelará la verdad. Porque tú la has presentido ya, descendiendo al fondo de ti mismo y encontrando allí la vida divina. Vas a entrar en la grande, en la inefable comunión de los iniciados. Porque eres digno de ello por la pureza de tu corazón, por tu amor a la verdad y tu fuerza de renunciamiento. Pero nadie franquea el umbral de Osiris sin pasar por la muerte y por la resurrección. Vamos a acompañarte a la cripta. No temas, porque eres ya uno de nuestros hermanos.
Al llegar el crepúsculo, los sacerdotes de Osiris, llevando antorchas, acompañaban al nuevo adepto a una cripta baja sostenida por cuatro columnas apoyadas sobre esfinges. En un extremo se encontraba un sarcófago abierto, tallado en mármol.
-Ningún hombre –decía el hierofante- escapa a la muerte, y toda alma viviente está destinada a la resurrección. El adepto pasa en vida por la tumba para entrar desde ahora en la luz de Osiris. Acuéstate pues en esa tumba, y espera la luz. Esta noche franquearás la puerta del Espanto y alcanzarás el umbral de la Maestría.
El adepto se acostaba en el sarcófago abierto; el hierofante extendía la mano sobre él para bendecirle, y el cortejo de los iniciados se alejaba en silencio de la cripta. Una pequeña lámpara depositada en tierra ilumina aún, con su resplandor dudoso, las cuatro esfinges que soportan las columnas pequeñas de la cripta. Se oye un coro de voces profundas, bajo y helado. ¿De dónde viene? ¡El canto de los funerales!… Ya expira; la lámpara arroja un último resplandor y se apaga por completo. El adepto queda solo en las tinieblas: el frío del sepulcro pasa sobre él, hiela todos sus miembros. Pasa gradualmente por las sensaciones dolorosas de la muerte, y queda aletargado. Su vida desfila ante él y cuadro sucesivos como una cosa irreal, y su conciencia terrestre se vuelve cada vez más vaga y difusa. Pero, a medida que siente su cuerpo disolverse, la parte etérea, fluída, de su ser, se destaca. Entra en éxtasis….
¿Qué es ese punto brillante y lejano que aparece imperceptible sobre el fondo negro de las tinieblas? Se aproxima, se agranda, se convierte en una estrella de cinco puntas cuyos rayos tienen todos los colores del arcoíris, y que lanza en las tinieblas descargas de luz magnética. Ahora es un sol quien le atrae en la blancura de su centro incandescente.
-¿Es la magia de los maestros la que produce aquella visión? ¿Es lo invisible que se hace visible? ¿Es el presagio de la verdad celeste, la estrella flamígera de la esperanza y de la inmortalidad?- La visión desaparece, y en su lugar un capullo brota en la noche: una flor inmaterial, pero sensible y dotada de un alma. Porque se abre ante él como una rosa blanca y extiende sus pétalos; ve vibrar sus hojas vivas y enrojece su cáliz inflamado. -¿Es flor de Isis, la Rosa mística de la sabiduría que encierra el Amor en su corazón?-. Mas he aquí que la rosa se evapora como una nube de perfumes. Entonces, el extático se siente inundado de un soplo cálido y acariciador. Después de haber tomado formas caprichosas, la nube se condensa y se vuelve una figura humana. Es la de una mujer, la Isis del santuario oculto; pero más joven, sonriente y luminosa. Un velo transparente se arrolla en espiral a su alrededor, y su cuerpo brilla a través. En su mano sostiene un rollo de papiros. Se aproxima despacio, se inclina sobre el iniciado acostado en la tumba, y le dice: “Soy tu hermana invisible, soy tu alma divina, y éste es el libro de tu vida. Él contiene las páginas completas de tus existencias pasadas y las páginas blancas de tus vidas futuras. Un día las desarrollaré todas ante ti. Me conoces ahora: llámame y volveré”. Y mientras habla, un rayo de ternura ha brotado de sus ojos… ¡Oh presencia de un doble angélico, promesa inefable de lo divino, fusión en el impalpable más allá!…
Pero todo se quiebra, la visión se borra. Un desgarramiento atroz, y el adepto se siente precipitado en su cuerpo como en un cadáver. Vuelve al estado de letargo consciente; círculos de hierro retienen sus miembros; un peso terrible pesa sobre su cerebro; se despierta…, y en pie ante él está el hierofante acompañado de los magos. Le rodean, le hacen beber un cordial, se levanta.
-Ya has resucitado –dice el sacerdote-: ven a celebrar con nosotros el banquete de los iniciados, y cuéntanos tu viaje en la luz de Osiris. Porque eres desde ahora uno de los nuestros.
Transportémonos ahora con el hierofante y el nuevo iniciado sobre el observatorio del templo, en el tibio esplendor de una noche egipcia. Allí es donde el jefe del templo daba al reciente adepto la grade revelación, contándole la visión de Hermes. Esta visión no estaba escrita en ningún papiro. Estaba en las estelas de la cripta secreta, conocida sólo por el hierofante. De pontífice en pontífice, la explicación se transmitía verbalmente.
-Escucha bien –decía el hierofante-: esta visión encierra la historia eterna del mundo y el círculo de las cosas.

V.- La Visión de Hermes
“Un día Hermes se quedó dormido después de reflexionar sobre el origen de las cosas. Una pesada torpeza se apoderó de su cuerpo; pero a medida que su cuerpo se embotaba, su espíritu subía por los espacios. Entonces le pareció que un ser inmenso, sin forma determinada, le llamaba por su nombre. -¿Quién eres?- dijo Hermes asustado. –Soy Osiris, la inteligencia soberana, y puedo revelarte todas las cosas. ¿Qué deseas? –Deseo contemplar la fuente de los seres, ¡oh divino Osiris!, y conocer a Dios. –Quedarás satisfecho.
En ese momento Hermes se sintió inundado por una luz deliciosa. En sus ondas diáfanas pasaban las formas encantadoras de todos los seres. Pero de repente, espantosas tinieblas de forma sinuosa descendieron sobre él. Hermes quedó sumergido en un caos húmedo lleno de humo y de un lúgubre zumbido. Entonces una voz se elevó del abismo. Era el grito de la luz. En seguida un fuego sutil salió de las húmedas profundidades y alcanzó las alturas etéreas. Hermes subió con él y se volvió a ver en los espacios. El caos se despejaba en el abismo; coros de astros se esparcían sobre su cabeza, y la voz de la luz llenaba lo infinito.
Hermes 3
-¿Has comprendido lo que has visto?- dijo Osiris a Hermes encadenado en un sueño y suspendido entre tierra y cielo-. No –dijo Hermes-. Bueno: pues vas a saberlo. Acabas de ver lo que es desde toda la eternidad. La luz que has visto al principio, es la inteligencia divina que contiene todas las cosas en potencia y encierra los modelos de todos los seres. Las tinieblas en que has sido sumergido en seguida, son el mundo material en que viven los hombres de la tierra; el fuego que has visto brotar de las profundidades, es el Verbo divino. Dios es el Padre, el Verbo es el Hijo, su unión es la Vida.
-¿Qué sentido maravilloso se ha abierto en mí? –dijo Hermes-. Ya no veo con los ojos del cuerpo, sino con los del espíritu. ¿Cómo ocurre eso? –Hijo de la tierra-respondió Osiris- es porque el Verbo está en ti. Lo que en ti oye, ve, obra, es el Verbo mismo, el fuego sagrado, la palabra creadora.
-Puesto que así es –dijo Hermes-, hazme ver la vida de los mundos, el camino de las almas, de dónde viene el hombre y adónde vuelve. –Hágase todo según tu deseo-.
Hermes se volvió más pesado que una piedra y cayó a través de los espacios como un aerolito. Por fin se vio en la cumbre de una montaña. Estaba oscura; la tierra era sombría y desnuda; sus miembros le parecían pesados como hierro. -¡Levanta los ojos y mira! –dijo la voz de Osiris.
Entonces, Hermes vio un espectáculo maravilloso. El espacio infinito, el cielo estrellado le envolvían en siete esferas luminosas. De una sola mirada, Hermes vio los siete cielos escalonados sobre su cabeza como siete globos transparentes y concéntricos, cuyo centro sideral él ocupaba. El último tenía como cintura la vía láctea. En cada esfera giraba un planeta acompañado de una forma, signo y luz diferente. Mientras que Hermes deslumbrado contemplaba esta floración esparcida y sus movimientos majestuosos, la voz dijo:
-Mira, escucha y comprende. Tú ves las siete esferas de toda vida. Al través de ellas tiene lugar la caída de las almas y su ascensión. Los siete planetas con sus Genios son los siete rayos del Verbo Luz. Cada uno de ellos domina en una esfera del Espíritu, en una fase de la vida de las almas. El más aproximado a ti es el Genio de la Luna, el de inquietante sonrisa y coronado por una hoz de plata. Éste preside a los nacimientos y a las muertes. Él desagrega las almas de los cuerpos y las atrae en su rayo. Sobre él, el pálido Mercurio  muestra el camino a las almas descendentes o ascendentes, con su caduceo que contiene la ciencia. Más arriba el brillante Venus sostiene el espejo del amor, donde las almas por turno se olvidan y se reconocen. Sobre éste, el Genio del Sol eleva la antorcha triunfal de la eterna Belleza. Más arriba aún, Marte blande la espada de la justicia. Reinando sobre la esfera azulada, Júpiter sostiene el cetro del poder supremo, que es la Inteligencia divina. En los límites del mundo, bajo los signos del zodíaco, Saturno lleva el globo de la sabiduría universal.
-Veo –dijo Hermes- las siete regiones que comprenden el mundo visible e invisible; veo los siete rayos del Verbo Luz, del Dios único que los atraviesa y gobierna. Pero ¡oh maestro mío!, ¿en qué forma tiene lugar el viaje de los hombres a través de todos esos mundos?
-¿Ves –dijo Osiris- una simiente luminosa caer de las regiones de la vía láctea en la séptima esfera? Son gérmenes de almas. Ellas viven como vapores ligeros en la región de Saturno, dichosas, sin preocupación, ignorantes de su felicidad. Pero al caer de esfera a esfera revisten envolturas cada vez más pesadas. En cada encarnación adquieren un nuevo sentido corporal, conforme al medio en que habitan. Su energía vital aumenta; pero a medida que entran en cuerpos más espesos, pierden el recuerdo de su origen celeste. Así tiene lugar la caída de las almas procedentes del divino Éter. Más y más prisioneras de la materia, más y más embriagadas por la vida, se precipitan como una lluvia de fuego, con estremecimientos de voluptuosidad, a través de las regiones del Dolor, del Amor y de la Muerte, hasta su prisión terrestre, donde tú gimes retenido por el centro ígneo de la tierra y donde la vida divina parece un vano sueño.
-¿Pueden morir las almas? –preguntó Hermes.
-Sí –respondió la voz de Osiris-; muchas perecen en el descenso fatal. El alma es hija del cielo y su viaje es una prueba. Si en su amor desenfrenado de la materia pierde el recuerdo de su origen, la brasa divina que en ella estaba y que hubiera podido llegar a ser más brillante que una estrella, vuelve a la región etérea, átomo sin vida, y el alma se desagrega en el torbellino de los elementos groseros.
A esas palabras de Osiris, Hermes se estremeció. Porque una tempestad rugiente le envolvió en una nube negra. Las siete esferas desaparecieron bajo espesos vapores. Vio allí espectros humanos lanzando extraños gritos, llevados y desgarrados por fantasmas de monstruos y de animales, en medio de gemidos y de blasfemias sin nombre.
-Tal es –dijo Osiris- el destino de las almas irremediablemente bajas y malvadas. Su tortura sólo termina con su destrucción, que es la pérdida de toda consciencia. Pero mira: los vapores se disipan, las siete esferas reaparecen bajo el firmamento. Mira de este lado. ¿Ves aquel enjambre de almas que tratan de remontarse a la región lunar? Las unas son rechazadas hacia la tierra, como torbellinos de pájaros bajo los golpes de la tempestad. Las otras alcanzan a grandes aletazos la esfera superior, que las arrastra en su rotación; una vez llegadas allá, recobran la visión de las cosas divinas. Pero esta vez no se contentan con reflejarlas en el sueño de una felicidad imponente. Ellas se impregnan de aquellas cosas con la lucidez de la consciencia iluminada por el dolor, con la energía de la voluntad adquirida en la lucha. Ellas se vuelven luminosas, porque poseen lo divino en sí mismas y lo irradian en sus actos. Templa, pues tu alma, ¡oh Hermes!, y serena tu espíritu oscurecido, contemplando esos vuelos lejanos de almas que remontan las siete esferas y allí se esparcen como haces de chispas. Porque tú también puedes seguirlas; basta quererlo para elevarse. Mira como ellas se enjambran y describen coros divinos. Cada una se coloca bajo su genio preferido. Las más bellas viven en la región solar, las más poderosas se elevan hasta Saturno. Algunas se remontan hasta el Padre: entre las potencias, potencias ellas mismas. Porque allí donde todo acaba, todo comienza eternamente, y las sietes esferas dicen juntas: “¡Sabiduría! ¡Amor! ¡Justicia! ¡Belleza! ¡Esplendor! ¡Ciencia! ¡Inmortalidad!”
-He ahí- decía el hierofante- lo que ha visto el antiguo Hermes y lo que sus sucesores nos han transmitido. Las palabras del sabio son como las siete notas de la lira que contienen toda la música, con los números y las leyes del universo. La visión de Hermes se asemeja al cielo estrellado cuyas profundidades insondables están sembradas de constelaciones. Para el niño, sólo es una bóveda con clavos de oro; para el sabio es el espacio sin límites, donde giran los mundos con sus ritmos y sus signos evocadores y las claves mágicas; cuanto más aprendas a contemplarla y a comprenderla, más verás extenderse sus límites, porque la misma ley orgánica gobierna todos los mundos. Y el profeta del templo comentaba el texto sagrado. Él explicaba que la doctrina del Verbo Luz representa la divinidad en el estado estático, en su equilibrio perfecto. Él demostraba su triple naturaleza, que es a la vez inteligencia, fuerza y materia; espíritu, alma y cuerpo; luz, verbo y vida. La esencia, la manifestación y la substancia, son tres términos que se suponen recíprocamente. Su unión constituye el principio divino e intelectual por excelencia, la ley de la unidad ternaria, que de arriba abajo domina la creación.
Habiendo conducido así a su discípulo al centro ideal del universo, al principio generador del Ser, el Maestro lo difundía en el tiempo y el espacio, lo sacudía en floraciones múltiples. Porque la segunda parte de la visión representa a la divinidad en estado dinámico, es decir, en evolución activa; en otros términos: el universo visible e invisible, el acto viviente. Las siete esferas relacionadas con siete planetas simbolizan siete principios, siete estados diferentes de la materia y del espíritu, siente mundos diversos que cada hombre y cada humanidad se ven forzados a atravesar en su evolución a través de un sistema solar. Los siete Genios, o los siete Dioses cosmogónicos, significaban los espíritus superiores y directores de todas las esferas, salidos también de la evolución inevitable. Cada gran Dios era, para un iniciado antiguo, el símbolo y el patrón de legiones de espíritus que reproducían su tipo bajo mil variantes, que, desde su esfera, podían ejercer una acción sobre el hombre y sobre las cosas terrestres. Los siete Genios de la visión de Hermes son los siete Devas de la India, los siete Amshapands de Persia, los siete grandes Ángeles de la Caldea, los siete Sephiroths de la Cábala, los siete Arcángeles del Apocalipsis cristiano. Y el gran septenario que abarca el universo no vibra únicamente en los siete colores del arco iris, en las siete notas de la escala musical; se manifiesta también en la constitución del hombre, que es triple por esencia, pero séptuple por su evolución.
De modo –decía el hierofante para terminar- que has penetrado hasta el umbral del gran arcano. La vida divina se te ha aparecido bajo los fantasmas de la realidad. Hermes te ha hecho conocer el cielo invisible, la luz de Osiris, el Dios oculto del universo que respira por millones de almas, anima los globos errantes y los cuerpos en movimiento. Ahora puedes tú dirigirte a él y elegir tu camino para ascender hasta el Espíritu puro. Porque tú perteneces desde ahora a los resucitados en vida. Recuerda que hay dos clases principales en la ciencia. He aquí la primera: “Lo externo es como lo interno de las cosas; lo pequeño es como lo grande: sólo hay una ley, y el que trabaja es Uno. Nada hay pequeño ni grande en la economía divina.” He aquí la segunda: “Los hombres son dioses mortales, dichoso el que comprende estas palabras porque posee la clave de todas las cosas. Recuerda que la ley del misterio cubre la gran verdad. El conocimiento total sólo puede ser revelado a nuestros hermanos que han atravesado por las mismas pruebas que nosotros. Es preciso medir la verdad según las inteligencias: velarla a los débiles, a los que volvería locos, ocultarla a los malvados que sólo pueden percibir fragmentos que emplearían como armas de destrucción. Enciérrala en tu corazón y que te hable por tu obra. La ciencia será tu fuerza, la fe tu espada y el silencio tu armadura infrangible.”
Las revelaciones del profeta de Ammón-Râ, que abrían al nuevo iniciado tan vastos horizontes sobre sí mismo y sobre el universo, producían sin duda una impresión profunda cuando eran dichas sobre el observatorio de un templo de Thebas, en la calma lúcida de una noche egipcia. Los arcos, las bóvedas y las terrazas blancas de los templos dormían a sus pies, entre los macizos negros de los nopales y los tamarindos. A distancia, grandes monolitos, estatuas colosales de los Dioses, fijas como jueces incorruptibles, sobre el lago silencioso. Tres pirámides, figuras geométricas del tetragrámaton y del septenario sagrado, se perdían en el horizonte, espaciando sus triángulos en el tenue gris del aire. El insondable firmamento hormigueaba de estrellas. ¡Con qué nuevos ojos miraba aquellos astros que le pintaban como moradas futuras! Cuando, en fin, el esquife dorado de la luna emergía del sombrío espejo del Nilo, que se perdía en el horizonte como una larga serpiente azulada, el neófito creía ver la barca de Isis que navegaba sobre el río de las almas y las lleva hacia el sol de Osiris. Él se acordaba del Libro de los muertos, y el sentido de todos aquellos símbolos se revelaba ahora a su espíritu. Después de lo que había visto y aprendido, podía creerse en el reino crepuscular del Amenti, misterio interregno entre la vida terrestre y la vida celeste, donde los difuntos, al principio sin ojos y sin palabra, recobran poco a poco la vista y la voz. Él también iba a emprender el gran viaje, el viaje del infinito, a través de los mundos y las existencias. Ya Hermes le había absuelto y juzgado digno. Él le había dicho la clave del gran enigma: “Una sola alma, la grande alma del Todo, ha engendrado, al repartirse, todas las almas que se agitan en el universo.” Armado con el gran secreto, él subía a la barca de Isis, que partía. Elevada a los espacios etéreos, ella flotaba en las regiones intersiderales. Ya los anchos rayos de una inmensa aurora traspasaban los velos azulados de los horizontes celestes; ya el coro de los espíritus gloriosos, de los Akhium Seku que han llegado al eterno reposo, cantaba: “¡Levántate, Râ Hermakuti, sol de los espíritus! Los que están en tu barca, están en exaltación. Ellos lanzan exclamaciones en la barca de los millones de años. El gran ciclo divino se colma de gozo devolviendo gloria a la gran barca sagrada. Se celebran regocijos en la capilla misteriosa. ¡Levántate, Ammon-Râ Hermakuti, sol que se crea a sí mismo!” Y el iniciado respondía con estas orgullosas palabras: “He alcanzado el punto de la verdad y de la justificación. Yo resucito como un Dios vivo e irradio en el coro de los Dioses que habitan en el cielo, porque soy de su raza”.
Tales pensamientos y tan audaces esperanzas podían pasar por el espíritu del adepto en la noche que seguía a la ceremonia mística de la resurrección. Al día siguiente, en las avenidas del templo, bajo la luz que ciega, aquella noche sólo le parecía un sueño; pero ¡qué sueño inolvidable aquel primer viaje en lo impalpable y lo invisible! De nuevo leía la inscripción de la estatua de Isis: “Ningún mortal ha levantado mi velo”. Una punta del velo se había levantado, sin embargo, pero para volver a caer en seguida, y él se había despertado en la tierra de las tumbas. ¡Qué lejos estaba del término soñado! Porque es bien largo el viaje en la barca de los millones de años. Pero, por lo menos, había entrevisto el objetivo final. Su visión del otro mundo, aunque no fuera más que un sueño, un bosquejo infantil de su imaginación aún llena de los vapores de la tierra, ¿podía hacerle dudar de esa otra conciencia que había sentido germinar en sí mismo, de ese doble misterioso, de ese Yo celeste que se le había aparecido en su belleza astral como una forma viva, y que le había hablado en su sueño? ¿Era un alma hermana, era un genio, o sólo era un reflejo de su espíritu íntimo, presentimiento de un ser futuro? Maravilla y misterio. Seguramente era una realidad, y si aquella alma era la suya, era la verdadera. Para volverla a encontrar, ¿qué no haría? Viviría millones de años, pero no olvidaría aquella hora divina en que había visto a su otro Yo puro y radiante (*).
La iniciación había terminado. El adepto era consagrado sacerdote de Osiris. Si era egipcio, quedaba agregado al templo; si extranjero, le permitían a veces volver a su país para fundar allí un culto o cumplir una misión. Pero antes de partir, prometía solemnemente por un juramento terrible, guardar un silencio absoluto sobre los secretos del templo. Jamás debía revelar lo que había visto u oído, ni divulgar la doctrina de Osiris más que bajo el triple velo de los símbolos mitológicos o de los misterios. Si violaba ese juramento, una muerte fatal le alcanzaba pronto o tarde, por lejos que estuviese. Pero el silencio era el escudo de su fuerza.
Vuelto a las playas del mar Jónico, a su ciudad turbulenta, bajo el choque de las pasiones furiosas, en aquella multitud de hombres que vivían como insensatos ignorándose a sí mismos, con frecuencia volvía a pensar en el Egipto, en las pirámides, en el templo de Ammón-Râ. Entonces, el sueño de la cripta volvía, y como el loto se balancea allá sobre las ondas del Nilo, así siempre aquella visión blanca sobrenadaba por encima del río fangoso y turbio de la vida. En las horas escogidas él escuchaba su voz, que era la voz de la luz. Despertándose en su ser, una música íntima le decía: “El alma es una luz velada. Cuando se la abandona, se oscurece y se apaga; pero cuando se vierte sobre ella el óleo santo del amor, se enciende como una lámpara inmortal.”
Edouard Schure
(*) En la doctrina egipcia el hombre era considerado como no teniendo conciencia en esta vida más que del alma animal y del alma racional, llamadas hati y bal. La parte superior de su Ser, el alma espiritual y el espíritu divino, cheybi y Ku, existen en él en estado de germen inconsciente, y se desarrollan después de esta vida, cuando el hombre llega a ser un Osiris.

Comentarios

Entradas populares