El lenguaje de la experiencia metafísica
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Existe
un área de la experiencia humana para la cual no tenemos, en realidad,
ningún nombre adecuado en nuestras lenguas occidentales, ya que, aunque
fundamental para materias tales como la religión, la metafísica y el
misticismo, no es idéntica a ninguna de ellas. Me refiero a la clase de
experiencia eterna que se describe más o menos como el conocimiento
inmediato de Dios, o de la realidad última, del fundamento o esencia del
universo, sea cual fuere el nombre con que se la represente.
Según
las antiguas tradiciones espirituales tanto de Europa como de Asia, que
abarcan modos de vida y pensamiento tan diferentes como el budismo y el
catolicismo, esta experiencia es el logro supremo de la vida humana, la
meta, el fin hacia el que la existencia humana se ordena.
Sin
embargo, según la filosofía lógica moderna —el empirismo científico, el
positivismo lógico y similares— esta clase de afirmaciones no tienen
ningún sentido. Aunque se admita que pueda haber interesantes y
exquisitas experiencias de tipo «místico», la filosofía lógica
encuentra absolutamente ilegítimo pensar que contienen ningún
conocimiento de carácter metafísico, que constituyen una experiencia de
la «realidad última» o del Absoluto.
Esta
crítica no se basa en un análisis psicológico de la propia experiencia,
sino en un análisis puramente lógico de conceptos universales tales
como Dios, Realidad Ultima, Ser Absoluto y similares, que se ha
demostrado son términos sin ningún significado. No es el propósito de
este escrito describir los pasos de esta crítica en ningún detalle, ya
que el estudiante de filosofía moderna debe de estar suficientemente
familiarizado con ellos, y no parece que sea necesario discrepar con el
propio razonamiento lógico. El punto inicial de este escrito, por
perverso que parezca, se relaciona con el razonamiento básico de que la
filosofía lógica moderna ha contribuido de un modo muy importante al
pensamiento metafísico, permitiéndonos evaluar el auténtico carácter y
función de los términos metafísicos y de los símbolos de manera mucho
menos confusa de lo que hasta ahora había sido posible.
Sin
embargo, esta evaluación no es la clase de desvalorización que proponen
algunos de los defensores de la filosofía lógica, como Russell, Ayer y
Reichenbach. Ya que la positiva contribución de la filosofía lógica con
respecto a la metafísica y a la religión se ha visto empañada por el
hecho de que tales defensores no se contentaron sólo con ser lógicos.
Pues debido a un cierto prejuicio emocional contra los puntos de vista
religiosos o metafísicos, esta crítica lógica se ha utilizado como
instrumento de ataque, incluso de propaganda, con motivaciones
emocionales en vez de lógicas.
Una
cosa es demostrar que el concepto del ser no tiene un significado
lógico, pero otra muy distinta es afirmar que éste y otros conceptos
metafísicos de índole parecida no son filosofía sino poesía, cuando en
este caso el término poesía contiene un intenso significado peyorativo.
La implicación es que la «poesía» de los símbolos religiosos y
metafísicos puede ser motivo o razón de experiencias emocionales muy
exquisitas e inspiradoras, pero éstas, como «las artes» en tiempo de
guerra, no se incluyen entre las cosas esenciales de la vida. El
filósofo serio las considera como bonitos juguetes, como un medio para
decorar la vida, pero no para entenderla; en cierto modo, es como un
médico que adorna su consultorio con una máscara de poderes curativos de
los mares del Sur. Todo ello no es más que criticar con vagos elogios.
Mientras
que, por su parte, los defensores de la filosofía lógica han tratado de
desvalorizar la percepción de la metafísica y de la religión, la
mayoría de los que quieren ser defensores de la fe han tratado, sin
ningún éxito, de hallar algún medio para derrotar a la filosofía lógica
con su propio juego. En conjunto, el contraataque de más éxito parece
haber devuelto un desdén por otro; como, por ejemplo, la ocurrencia de
que Ayer, Reichenbach y compañía han cambiado la filosofía por la
gramática.
Sin embargo, en el
contexto de la filosofía y la religión occidentales, esta situación no
tiene nada de sorprendente, ya que siempre hemos tenido la impresión de
que las afirmaciones religioso-metafísicas pertenecen a la misma
categoría que las científicas e históricas. Generalmente hemos dado por
sentado que la proposición «hay un Dios» es una afirmación del mismo tipo que «hay estrellas en el cielo». La aseveración de que «todas las cosas son» se ha considerado siempre que comunicaba la información del mismo modo que la aseveración «todos los seres humanos son mortales». Es más, «Dios creó el universo» tiene mucho de declaración histórica de la índole de «Alexander Graham Bell inventó el teléfono».
El
doctor F. S. C. Northrop está en lo cierto al señalar la esencial
similitud entre la ciencia, por un lado, y la tradición religiosa
judeo-cristiana por otro, en la medida en que ambas se relacionan con «la verdad»
como estructura de realidad objetiva, cuya naturaleza se determina,
aunque no pueda percibirse. En realidad, el espíritu científico tiene
sus orígenes históricos en la clase de mentalidad que se interesa por
conocer lo sobrenatural y lo invisible en términos de proposiciones
positivas, que quiere conocer la realidad yacente bajo la superficie de
los acontecimientos. Así pues, la teología cristiana y la ciencia
tienen, en cierto modo, la misma relación histórica que la astrología y
la astronomía, que la alquimia y la química: ambas constituyen el corpus
de una teoría cuyo propósito es el de explicar el pasado y predecir el
futuro.
Pero el cristianismo no
desapareció con los alquimistas. A partir de la preponderancia de la
ciencia moderna, la teología ha ido desempeñando un papel más
problemático. Ha tomado numerosas y diferentes actitudes con respecto a
la ciencia, que abarcan desde denunciarla como su doctrina rival, hasta
reconciliarse y adaptarse a una especie de retirada en la cual domina la
sensación de que la teología habla de un reino del ser inaccesible a la
investigación científica. A lo largo de todo este tiempo, ha existido
la asunción general, tanto por parte de teólogos como de científicos, de
que ambas disciplinas empleaban el mismo tipo de lenguaje, y de que se
interesaban en la misma clase de objetivo: determinar verdades. En
realidad, cuando algunos teólogos hablan de Dios como poseedor de «una realidad objetiva y sobrenatural, independiente de nuestras mentes y del mundo sensible»,
es imposible ver cómo su lenguaje difiere del de la ciencia. Ya que
parece que Dios sea una cosa o un factor específico —una existencia
objetiva—sobrenatural, en el sentido de que no puede percibirse mediante la «banda de ondas» de nuestros órganos sensoriales e instrumentos científicos.
Mientras
esta confusión entre la naturaleza de las afirmaciones religiosas o
metafísicas, por un lado, y las científicas o históricas, por otro, siga
sin aclararse, será, naturalmente, difícil ver cómo la filosofía lógica
moderna puede contribuir de algún modo positivo a la metafísica. En un
sistema teológico en el que Dios desempeña el papel de una hipótesis
científica, es decir, de un medio de explicar y predecir el curso dé los
eventos, es fácil demostrar que la hipótesis no añade nada a nuestro
conocimiento. Nadie explica lo que sucede por decir que es por voluntad
de Dios. Ya que si todo lo que ocurre es merced a la intencionalidad o a
la permisividad divina, la voluntad de Dios se convierte, simplemente,
en otro nombre de «todo Cuanto sucede». Bajo un análisis lógico, la afirmación: «Todo es según la voluntad de Dios», se convierte en la tautología: «Todo es todo».
En
pocas palabras, hasta ahora la contribución de la filosofía lógica a la
metafísica ha sido completamente negativa. El veredicto parece ser que,
tras un análisis lógico, todo el corpus de la doctrina metafísica se
compone de tautologías o de absurdidades. Pero esto conlleva un completo
«desprestigio» de la metafísica sólo en cuanto al modo de
entenderse en Occidente, que consiste en afirmaciones significativas que
aportan información sobre «objetos trascendentales». La
filosofía oriental nunca ha tenido la seria opinión de que las
afirmaciones metafísicas aporten información de carácter positivo; Su
función no es la de denotar «la realidad» como un objeto de conocimiento, sino la de «curar»
un proceso psicológico en el que el ser humano se frustra y tortura a
sí mismo con toda clase de problemas irreales. Para la mente oriental, «la realidad»
no puede expresarse; sólo puede conocerse intuitivamente al liberarse
de la irrealidad, de los modos contradictorios y absurdos de pensar y
sentir.
La principal contribución de
la filosofía lógica en este ámbito es, simplemente, la confirmación de
un punto que tanto hinduistas como budistas hace mucho tiempo que tenían
claro, aunque quizá la tradición cristiana no se había dado tanta
cuenta. El punto es que intentar hablar de, pensar en, o conocer la
Realidad Ultima constituye una labor imposible. Si la epistemología
pretende conocer «lo que conoce», y la ontología definir «lo que es», es evidente que son procedimientos circulares e inútiles, es como tratar de morder nuestros propios dientes.
En un comentario del Kena Upanishad, Shankara dice:
“Es posible obtener un conocimiento claro y concreto de todo aquello quepuede convertirse en objeto de conocimiento: pero en el caso de Aquello esimposible porque no puede convertirse en tal objeto. Ya que Aquello, el brahman, esel Conocedor, y el Conocedor puede conocer otras cosas pero no puede ser elobjeto de su propio conocimiento, igual que el fuego puede quemar otras cosas,pero no a sí mismo”.
Del mismo modo, el Brihadaranyaka Upanishad dice:
“Tú no puedes ver al que ve la visión, ni oír al que oye el sonido, ni percibiral que percibe la percepción, ni conocer al conocedor del conocimiento (111,4.2)”
O, en palabras de un poema budista chino:
“Es como una espada que hiere,pero que no puede herirse a sí misma.Es como un ojo que ve,pero que no puede verse a sí mismo”.
La
física se enfrenta con un problema similar cuando trata de investigar
la naturaleza de la energía. Pues llega un punto en que la física, al
igual que la metafísica, penetra en el reino de la tautología y de lo
absurdo debido al carácter circular de la labor que pretende realizar:
estudiar los electrones con instrumentos que, al fin y al cabo, son
también electrones.
Aun a riesgo de citar una fuente en cierta manera pasada de moda, la clásica afirmación de este problema se encuentra en Nature ofthe Physical World, de Eddington:
“Quizás hayamos olvidado que hubo un tiempo en que queríamos que nos dijeran qué era un electrón. La pregunta quedó sin respuesta… Algo desconocido ésta haciendo algo que desconocemos, éste es el resultado de nuestra teoría. No suena demasiado esclarecedora. Leí algo parecido en otra parte: agiliscosos giroscaban los limazones banerrando por las váparas lejanas… Es la misma teoría de la actividad. La misma imprecisión sobre la naturaleza de la actividad y sobre qué es lo que actúa”.
Eddington
continúa señalando que, a pesar de su imprecisión, la física puede
«obtener resultados», ya que los electrones, esos desconocidos del
interior del átomo, pueden contarse.
“Ocho limazones giroscan agiliscosos banerrando por las váparas lejanas del oxígeno; siete en el nitrógeno. Por admitir alguna cantidad, incluso «Galimatazo» puede convertirse en un científico. Ahora podemos aventurarnos a hacer una predicción; si uno de sus limazones escapa, el oxígeno adquirirá una apariencia que, en realidad, pertenece al nitrógeno… Traducirlo al lenguaje del «Galimatazo» nos servirá para recordar la esencial impenetrabilidad de las entidades fundamentales de la física; siempre y cuando no se cambie el número y atributos métricos, no se ve afectada en absoluto”.
Lo
que se quiere destacar es que lo que estamos contando o midiendo en la
física, y lo que experimentamos en la vida cotidiana como impresiones
sensoriales, es en esencia desconocido y probablemente incognoscible.
A
este respecto, la filosofía lógica moderna aleja de sí el problema y
dirige su atención hacia algo diferente, asumiendo que lo que es
incognoscible no necesita ser, ni puede ser, de nuestra incumbencia.
Afirma que las preguntas qué no tienen una posible respuesta física o
lógica no son auténticas preguntas. Pero esta afirmación no nos libera
del común sentimiento humanó de que lo desconocido o lo incognoscible,
como los electrones, la energía, la existencia, la conciencia o la «realidad»
son en cierto modo extraños. El propio hecho de ser incognoscibles
todavía los hace más extraños. Sólo una clase de mente más bien seca no
quiere saber nada de ellos, una mente que sólo se interese por las
estructuras lógicas. La mente más completa, que pueda tanto sentir como
pensar, sigue «complaciéndose» en el extraño sentido de misterio
que surge al contemplar el hecho de que todo, en última instancia, es
incognoscible. Cada afirmación que hagas sobre este «algo» se
vuelve absurda. Y lo que es especialmente extraño es que este algo
incognoscible es también la base de lo que yo conozco tan íntimamente:
yo mismo.
El individuo occidental
siente una peculiar pasión por el orden y la lógica, hasta tal extremo
que para él todo el significado de la vida consiste en llevar la
experiencia hacia un orden. Lo que puede ordenarse es predecible y, por
lo tanto, es una «apuesta segura». Tendemos a mostrar una
resistencia psicológica hacia las áreas de la vida y de la experiencia
en las que la lógica, la definición y el orden, es decir, lo que
entendemos como «conocimiento», son inaplicables. Para esta clase
de mentalidad el reino de la indeterminación y de los movimientos
brownianos es francamente incómodo, y la contemplación del hecho de que
todo es reductible a algo acerca de lo que no podemos pensar, incluso es
inquietante. No hay «razón» real por la que deba ser
inquietante, ya que nuestra incapacidad de conocer qué son los
electrones no parece interferir con nuestra capacidad de predecir su
comportamiento en nuestro propio mundo macroscópico.
La
resistencia no se basa en un cierto miedo a la acción imprevisible que
lo desconocido pueda producir, aunque sospecho que incluso el más
empedernido positivista lógico tendría que admitir que experimenta
alguna que otra sensación extraña ante esa desconocida llamada muerte.
La resistencia es más bien la fundamental reticencia de esta clase de
mente a contemplar los límites de su poder de triunfar, ordenar y
controlar. Siente que si hay áreas de la vida que no puede ordenar, es
sin duda razonable (es decir, ordenado) olvidarlas y centrarse en las
áreas de la vida que pueden ordenarse, ya que de ese modo el sentido del
éxito y la competencia de su mente pueden ser mantenidos.
Para
el puro intelectual, contemplar esas limitaciones intelectuales es una
humillación. Pero para el individuo que es algo más que una calculadora,
lo desconcertante también es maravilloso. Ante lo desconocido siente
como Goethe que lo más elevado que el hombre puede alcanzar es su
capacidad de asombro; y si los fenómenos esenciales le hacen asombrarse,
dejadle que sea feliz; no puede recibir nada más elevado, y nada debe
buscar más allá de esto; aquí está el límite.
En
la clase de experiencia metafísica o mística de la que estamos
tratando, este sentimiento de asombro, que tiene toda clase de
profundidades y sutilezas, es uno de los dos componentes principales. El
otro es un sentimiento de liberación (el moksha hindú) que supone el
comprender que una inmensa cantidad de actividad humana está dirigida a
resolver problemas irreales y meramente fantásticos y a alcanzar
objetivos que, en realidad, no deseamos.
La
metafísica especulativa —la ontología y la epistemología— son aspectos
intelectuales de los problemas fantásticos, básicamente psicológicos, lo
cual no quiere decir que queden restringidos a personas con una
tendencia mental a la filosofía o incluso a la religión. Como ya he
indicado, la naturaleza esencial de esta clase de problema es circular:
tratar de conocer al conocedor, hacer que el fuego se abrase a sí mismo.
Por eso el budismo dice que la liberación, el nirvana, es liberarse de
la rueda, y que ir en pos de la realidad es «como buscar un buey quien ya está montado en uno».
Las
bases psicológicas de esos problemas circulares se vuelven claras
cuando analizamos las asunciones en las que, por ejemplo, se basan los
problemas de la ontología, ¿Qué premisas de pensamiento y sentimiento
están latentes bajo el esfuerzo del hombre por conocer «el ser», «la existencia» o «la energía»
como objetos? Evidentemente, una asunción es que esos nombres se
refieren a objetos, asunción que no podría haberse hecho de no hallarse
implicada otra asunción, la de que «yo», el sujeto que conoce, soy en cierto modo diferente del «ser», el supuesto objeto. Si estuviera perfectamente claro que la pregunta «¿Qué es el ser?» es, en última instancia, lo mismo que preguntar «¿Qué soy yo?»,
el carácter circular y fútil de la pregunta habría sido obvio desde un
principio. Pero que no es así lo demuestra el hecho de que la
epistemología metafísica podría preguntar «¿Qué soy yo?» o «¿Qué es lo que es consciente?»
sin reconocer un círculo más obvio aún. Es evidente que esta clase de
preguntas sólo pueden tomarse en serio a causa de que una especie de
sentimiento ilógico pide la necesidad de una respuesta. Este
sentimiento, común quizás a la mayoría de seres humanos, es, sin duda,
el sentido de que «yo», el sujeto, soy una entidad única y
aislada. No tendría necesidad alguna de preguntarme qué soy yo si no me
sintiera, en cierto modo, extraño a mí mismo. Pero mientras mi
conciencia se sienta extraña, cortada y separada de sus propias raíces,
puedo encontrarle significado a una pregunta epistemológica sin ningún
sentido lógico, ya que siento que la conciencia es una función del «yo», sin reconocer que el «yo», el ego, es simplemente otro nombre para designar la conciencia. La afirmación «yo soy consciente»
es entonces una encubierta tautología que sólo dice que la conciencia
es una función de la conciencia. Únicamente se puede escapar de este
círculo con una condición, que el «yo» se entienda como mucho más que conciencia o sus contenidos.
Pero en Occidente no es éste el uso corriente de la palabra. Identificamos el «yo»
con la voluntad consciente, sin admitir una autoridad o responsabilidad
moral por lo que hacemos de modo inconsciente e involuntario, lo que
viene a implicar que tales actos no son nuestras acciones, sino simples
eventos que «ocurren» en nuestro interior. Cuando el «yo» se identifica con la «conciencia», el individuo se siente como si fuera una entidad distante, separada y desarraigada que actúa «libremente» en un vacío.
Esta
sensación de desarraigo es sin duda la responsable de la inseguridad
psicológica del hombre occidental y de su pasión por imponer los valores
de orden y lógica en toda su experiencia. Sin embargo, a pesar de ser
obviamente absurdo decir que la conciencia es una función de la
conciencia, no parece haber ningún modo de conocer aquello de lo que la
conciencia es una función. Aquello que conoce, llamado paradójicamente
por los psicólogos el inconsciente, nunca es el objeto de su propio
conocimiento.
Ahora bien, la
conciencia, el ego, se sentirá desarraigado mientras rehúya y se niegue a
aceptar el hecho de que no conoce, ni puede conocer, su propia base o
fundamento. Pero al reconocer este hecho, la conciencia se siente
conectada, arraigada, incluso aunque no conozca a qué está conectada o a
qué está arraigada.
Mientras siga
conservando la ilusión de autosuficiencia, omnicompetencia y libre
albedrío, ignora lo desconocido sobre lo que se asienta. Por la familiar
«ley del esfuerzo invertido», este rechazo a lo desconocido
produce un sentimiento de inseguridad que acarrea toda clase de
problemas frustrantes e imposibles, de círculos viciosos de la vida
humana, desde la exaltada absurdidad de la ontología, hasta los vulgares
reinos del poder de la política, en los que los individuos juegan a ser
Dios. Las horribles artimañas establecidas para planificar a los
planificadores, guardar a los guardianes e investigar a los
investigadores, son simplemente los equivalentes políticos y sociales de
las indagaciones de la metafísica especulativa. Ambas cosas tienen su
origen psicológico en la reticencia de la conciencia, del ego, a encarar
sus propias limitaciones y a admitir que el fundamento y la esencia de
lo conocido es lo desconocido.
No
importa demasiado que llames a este desconocido brahmán o bla-bla-bla,
ya que el segundo término indica por lo general la intención de
olvidarlo, y el primero la de recordarlo. Al recordarlo, la ley del
esfuerzo invertido actúa en dirección contraria. Yo me doy cuenta de que
mi propia sustancia, lo que yo soy, está completamente más allá de toda
aprehensión o conocimiento. «Yo» no es una palabra que sugiera o
signifique algo, es pura absurdidad, nada, por eso el budismo Mahayana
lo denomina tathata, palabra cuya buena traducción podría ser «dadá», y shunyata, el «vacío» o indeterminado. De modo similar, los vedánticos dicen «Tai tvam asi», «Tu eres eso», sin ni siquiera dar una definición positiva de lo que «eso» es.
El
individuo que trata de conocerse, de aprehenderse a sí mismo, se vuelve
inseguro, igual que uno se ahoga si contiene la respiración. Al
contrario, el individuo que sabe que no puede aprehenderse a sí mismo
abandona cualquier búsqueda, se relaja y se siente a gusto. Pero en
realidad nunca sabe si simplemente aparta dé sí el problema, sin parar a
preguntarse, sentir, o hacerse vívidamente consciente de la auténtica
imposibilidad de conocerse a sí mismo.
Para
la mentalidad religiosa del Occidente moderno, este enfoque totalmente
negativo de la realidad es poco menos que incomprensible, ya que sólo
sugiere que el mundo se asienta sobre las arenas movedizas de lo absurdo
y del capricho. Para quienes equiparan cordura con orden, ésta es una
doctrina de pura desesperanza. Sin embargo, hace algo más de quinientos
años un místico católico dijo que Dios «quizá se pueda alcanzar y mantener por medio del amor, pero nunca por medio del pensamiento», y que Dios debía conocerse a través de la «incognoscibilidad» y de la «ignorancia mística».
El
amor al que se refería no era una emoción. Era el general estado de la
mente que existe cuando un ser humano, al comprender que es imposible,
desiste de aprehenderse a sí mismo, de ordenarlo todo y de ser el
dictador del universo.
En nuestros
días, la filosofía lógica emplea la misma técnica de negación,
diciéndonos que en cada afirmación en la que creemos haber captado,
definido o simplemente designado la realidad, tan sólo hemos dicho
absurdidades. Cuando la lengua intenta expresarse a sí misma con
palabras, lo máximo que cabe esperar es que se haga un nudo. Por esta
razón, los procedimientos de la filosofía lógica sólo inquietarán a
aquellos teólogos y metafísicos que imaginan que sus definiciones del
Absoluto en realidad definen algo. Pero los filósofos del hinduismo y
del budismo, y algunos místicos católicos, tuvieron siempre muy claro
que palabras como «brahman», «tathata» y «Dios» no significan algo, sino nada. Indican un vacío de conocimiento, algo parecido a una ventana definida por su marco.
Sin
embargo, la filosofía lógica lleva su crítica aún más lejos, y dice que
esta clase de afirmaciones y exclamaciones absurdas no son filosofía
porque no aportan ninguna contribución al conocimiento, con lo que
quieren decir que no nos ayudan a predecir nada, ni ofrecen ninguna
dirección para la conducta humana. Esto, en parte, es verdad, aunque no
tiene en cuenta un punto tan obvio como el de que la filosofía —la
sabiduría— consiste, tanto en sus espacios como en sus líneas, en
reconocer lo que no se conoce ni puede conocerse y a la inversa. Pero
debemos ir más allá de este hecho. El conocimiento es más que saber
cómo, y la sabiduría es más que predecir y ordenar. La vida humana se
convierte en un fantástico círculo vicioso cuando el hombre trata de
ordenar y controlar el mundo y a sí mismo más allá de ciertos límites, y
esa «metafísica negativa» transmite al menos la orden positiva de
relajar este exceso de esfuerzo.
Pero más allá de esto tiene una consecuencia positiva aún más importante.
«Integra»
la lógica y el pensamiento consciente con la matriz indeterminada, la
absurdidad que hallamos en la raíz de todas las cosas. La asunción de
que la labor de la filosofía, y también la de la vida humana, se alcanza
sólo pronosticando y ordenando, y que lo «absurdo» carece de valor, se
asienta sobre una especie de «esquizofrenia» filosófica. Si la labor del ser humano es sólo luchar con la lógica contra el caos y la de determinar lo interminado, si el «bien» es lo lógico y el «mal»
lo enigmático, entonces la lógica, la conciencia y el cerebro humano
están en conflicto con la fuente de su propia vida y capacidad. Nunca
debemos olvidar que los procesos que forman este cerebro son
inconscientes, y que bajo todas las órdenes perceptibles del mundo
macroscópico yace el indeterminado absurdo de lo microscópico, el «giroscar» y «banerrar» de un «limazón» denominado energía, sobre el que nada conocemos. Ex nihilo omnia fiunt. Pero esta nada es algo bien extraño.
La filosofía lógica no parece haberse planteado el hecho de que los términos «absurdos»,
en lugar de carecer de valor, son esenciales a cualquier sistema de
pensamiento. Sería imposible construir una filosofía o ciencia que fuese
un «sistema cerrado» que definiese rigurosamente cada término
empleado. Gödel nos ha dado una clara prueba lógico-matemática del hecho
de que ningún sistema puede definir sus propios axiomas sin
contradecirse, y, desde Hilbert, los matemáticos modernos emplean el
punto como un concepto totalmente indefinido.
De
igual modo que un cuchillo corta otras cosas, pero no a sí mismo, el
pensamiento emplea instrumentos que definen, pero no se puede definir.
La filosofía lógica tampoco se libra de esta limitación. Por ejemplo,
cuando la filosofía lógica afirma que «el significado auténtico es una hipótesis verificable»,
debe reconocer que esta misma afirmación no tiene sentido si no se
puede verificar. De igual modo, cuando insiste en que las únicas
realidades son aquellos «hechos» demostrados por «la observación científica», debe reconocer que no puede contestar, ni contesta, la pregunta «¿Qué es un hecho?». Si decimos que los «hechos» o «cosas»
son segmentos de experiencia simbolizados por los sustantivos, estamos
simplemente cambiando el elemento irreductible de lo absurdo en nuestra
definición del «hecho» por el de «experiencia». Es
totalmente inevitable una cierta absurdidad básica, e intentar construir
un sistema completo de pensamiento que se defina a sí mismo es un
círculo vicioso de tautologías. El lenguaje apenas puede prescindir de
la palabra «es», y, sin embargo, el diccionario sólo puede informarnos de que «lo que es» es «lo que existe», y «lo que existe» es «lo que es».
Si debe admitirse que incluso un término absurdo, sin significado o
indefinido, es necesario a cualquier pensamiento, hemos admitido ya el
principio metafísico de que la base o fundamento de todas las «cosas» es
una nada indefinible (o infinita) más allá de todo sentido, que escapa
siempre a nuestra comprensión y control. Es lo sobrenatural, en el
sentido de lo que no se puede «definir» o clasificar, y lo inmaterial, en el sentido de lo que no se puede calcular, medir o «tocar». La fe es precisamente admitirlo con toda su plenitud, reconocer que, en última instancia, uno debe «entregarse»
a la fuente de la vida; a un Yo más allá del ego, que está más allá de
la definición del pensamiento y del control de la acción.
La
creencia, en el sentido popular cristiano, no tiene comparación con
esta fe, ya que su objeto es un Dios concebido con una determinada
naturaleza. Pero en tanto que ese Dios pueda ser un objeto conocido de
naturaleza definida, es un ídolo, y creer en un Dios de tal índole es
idolatría. Por lo tanto, en el mismo acto de demoler el concepto del
Absoluto como un «qué» o «hecho» sobre el cual pueden
hacerse afirmaciones y determinaciones significativas, la filosofía
lógica ha realizado su más vital contribución a la fe religiosa a costa
de su antítesis, la «creencia» religiosa. Mientras que los
positivistas lógicos inconscientemente unen sus fuerzas a la de los
profetas hebreos en su denuncia de la idolatría, se descubre que los
profetas están en la misma línea que la gran tradición metafísica que,
en el hinduismo y en el budismo, ha optado por la exclusión de ídolos.
En resumen, la función de las «afirmaciones»
metafísicas en el hinduismo y en el budismo no es la de transmitir una
información positiva sobre el Absoluto, ni la de señalar una experiencia
en la cual este Absoluto se convierta en objeto de conocimiento.
Según palabras del Kena Upanishad: «El brahman es desconocido por aquéllos que lo conocen, y conocido por aquellos que no lo conocen».
Este
conocimiento de la realidad mediante el desconocimiento es el estado
psicológico de la persona cuyo ego no está dividido o disociado de sus
experiencias, que ya no se siente a sí mismo como una personificación
aislada de la lógica y de la conciencia, separada del «giroscar» y «banerrar» de lo desconocido. Así pues, está liberado del samsara,
de la rueda, de la jaula de ardillas psicológica de aquellos seres
humanos que continuamente se frustran con las imposibles tareas de
conocer lo que conoce, de controlar lo que controla y organizar lo que
organiza, como ouroboros, la confundida serpiente que muerde su propia cola.
AUTOR: Eva Villa, redactora en la gran familia hermandadblanca.org
FUENTE: “Conviértete en lo que eres” de Allan Watt
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